Ya dijo en su día el célebre entrenador británico Bill Shankly que el fútbol no es un asunto de vida o muerte, sino algo mucho más serio. El mismísimo Albert Camus, nobel francés de literatura, quería ser delantero centro más que escritor, seguramente porque era hombre de acción, como demostraría reiteradamente en el plano intelectual, pero tuvo que conformarse con ser guardameta por cuestiones económicas porque su abuela menorquina le castigaba cada vez que gastaba sus zapatos. Antes de morir en accidente de tráfico, Camus escribió toda una declaración de principios sobre el fútbol: "Después de muchos años, durante los cuales el mundo me ha permitido vivir experiencias variadas, lo que sé acerca de la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol".
Sirva esta introducción, entresacada de una reciente y gamberra novela sobre las aventuras de un lascivo periodista deportivo, para destacar que nada de lo que rodea al mundo del fútbol es inocente. Su poder de seducción y arrastre de masas es de tal calibre que hay que hilar muy fino desde los medios de comunicación no sólo para prevenir altercados de orden público sino para tamizar con espíritu pedagógico sus mensajes, que son ávidamente absorbidos por una juventud tan desnortada como receptiva a los nuevos paradigmas, alguno de ellos con gran potencial tóxico, como la exaltación de la figura del ganador inmune a cualquier cuestionamiento del procedimiento para acceder al objetivo.
Es en este último aspecto en el que irrumpe, como elefante en una cacharrería, el actual entrenador del Real Madrid José Mourinho, envuelto en una aureola de éxitos resonantes al frente de diferentes equipos, pespunteada, eso sí, por otros tantos escándalos por su característica belicosidad verbal, que ha llevado a extremos delirantes en su última etapa al frente del equipo blanco hasta casi lograr una fractura no sólo entre los dos principales clubes de nuestro país sino también entre jugadores de la selección española cuando por primera vez en la historia empieza a darnos alegrías.
Reparar la afrenta de haber relegado al mejor equipo del siglo XX al honroso pero insuficiente papel de Poulidor del siglo XXI, concitó los afanes de Mourinho, apoyado y jaleado por buena parte de la prensa deportiva madrileña. Posiblemente, de no haber mediado el cataclismo del 5-0 en el Nou Camp, las hostilidades entre los dos grandes no hubieran trascendido de lo meramente deportivo, aún con la consabida tensión emocional que siempre envuelve a los partidos de máxima rivalidad. Pero todo hace pensar que aquel aciago día para el madridismo fue aún más demoledor para el super ego del entrenador portugués, que entró en una espiral de agresividad dialéctica, llevada a su paroxismo en la infausta serie de clásicos, en la que, Messi aparte, se vio de todo menos fútbol.
Pero a pesar del evidente fracaso del objetivo máximo de destronar al Barça, de alguna manera la idea del ganador Mourinho, ha calado en buena parte de la afición : si no ha triunfado en primera instancia no ha sido por las insuficiencias de su juego (pretender pasar a una final europea a base de "coça y clotellada" y disparando dos o tres veces a puerta en dos partidos), sino debido a una conspiración cósmica de dirigentes y árbitros, dopaje y teatrales actitudes de los rivales, que recuerda muy mucho otras teorías conspiratorias aplicadas a la política reciente de nuestro país. Será ahora, en una segunda oportunidad, con plenos poderes y dinero a espuertas (la defenestración del intelectual Valdano es sintomática), cuando el ganador cumplirá los objetivos de la empresa, o por ser más exactos, el objetivo, por cuanto nada se sabe de un programa sobre el sistema de juego, ni política de cantera, como tampoco sabemos gran cosa de otros programas políticos para revertir la actual situación de crisis en nuestro país.
Ya veremos, pero lo que sí estamos viendo ya es la entronización del todo vale para acceder al éxito, y que todo se puede conseguir a base de dinero, manipulación informativa (las ruedas de prensa de Mou son proverbiales), y todas las marrullerías, en el campo y fuera de él, habidas y por haber, perversiones parecidas a las que los jóvenes del 15-M achacan a la democracia. El poeta Valdano no encajaba en el proyecto a pesar de sus ímprobos (y patéticos) esfuerzos por acomodarse a la razón de Estado dictada por Florentino Pérez y, al parecer, auspiciada por una parte importante de la hinchada, aunque no por su elite cultural representada en este caso por el escritor Javier Marías y el propio Jorge Valdano.
Por su parte, Guardiola seguirá oponiendo presumiblemente su modelo, basado en el trabajo bien hecho desde la base, la labor de equipo y una indiscutible querencia por el buen gusto tanto futbolístico como de relaciones humanas. Está en juego bastante más que una mera supremacía futbolística que, al fin y al cabo, es volátil y cíclica; ahí están danzando la excelencia, la solidaridad, la generosidad y otras antiguallas lanzadas a los pies de los caballos por la avasalladora competitividad (mal entendida) de la sociedad contemporánea. Un modelo formativo, el de Pep, que trasciende claramente los límites del campo de juego por su apuesta inequívoca por la educación y la innovación (sus métodos se estudian ya en las escuelas de fútbol de todo el mundo). De momento Wembley, la más reputada catedral del fútbol, ha dictado sentencia a su favor.