Hubo un tiempo en el que ser periodista no estaba bien visto pero era un oficio que se respetaba porque entre primicia y primicia a alguno lo hostiaban de lo lindo. Hoy en día sigue sin estar bien visto pero encima ni se respeta al carroñero informativo de turno. Pero en el fondo, los que firmamos por aquí nos lo tenemos merecido.
El periodismo es un cuento. Antes el periodista se movía entre las sombras, frecuentaba los tugurios con menos glamour de la gran ciudad y brindaba con los malos de la película. El jornalista solía dormir poco, mal y siempre en cama ajena. Se limitaba a buscar las noticias, compartirlas y se soplaba una botella de whisky barato, del que cura las heridas y la soledad, para celebrarlo, restándose méritos porque, en el fondo, ese era su día a día y al que firmaba la única fama que le quedaba era la de las malas compañías, que siguen siendo las mejores.
Ahora ya no. Ahora el periolisto bebe agua carbohidratada y sigue la dieta Dunkan, para regular el peso y mantener el tipo, y busca ser la noticia masturbándose el ego en algún programa basura, que sale por la telebasura y que, en fin, es basura. Antes el periodista era un tipo duro, solitario, con las peores amistades pero que no se casaba con nadie ni se vendía por nada. La versión 2.0, el juntaletras de turno actual, es ruin, no le importa nada, su palabra vale una miseria y sería capaz de vender a su madre por unos minutos de fama al lado de alguna pedorra de pechos desproporcionados y rubia de bote.
Ahora ya, en las barricadas, ya sólo queda la vieja escuela porque los viejos rockeros nunca mueren, ni tampoco se hacen cuenta en el Facebook. Les miro, desde la distancia, con la envidia de un niñato que, a menudo, se pierde en un mar de tiburones.
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