El médico forense no se molestó en cubrir la desnudez del cadáver una vez finalizada la autopsia. La rutina, iterada, tenía esas cosas. Sin embargo, miró con satisfacción el informe recién redactado. Se había esmerado dada la importancia social, política y económica del muerto. Aunque ante un cuerpo en cueros los más sublimes conceptos se mudaban en mero sarcasmo… Aún así repasó los datos, borró el neologismo "prestibilidad" por él acuñado y describió con todo lujo de detalles el último latido de un corazón cansado… No obstante, obvió el dato más relevante: la sonrisa dibujada y eternizada, ya, en el difunto…
–––
El niño, inconscientemente, asistía a aquella orgía nocturna, en la que un mar asedado besaba el minúsculo muelle de aquella casa de blancas virginidades que competía cromáticamente con la plata con la que una Luna metida a pintora dibujaba sobre el Mediterráneo… Casa-isla en una urbanización, resto arqueológico de un modo de vida trocado ya en historia… El niño aguardaba, con su minúscula y primitiva caña de pescar, la fortuna o, cuando menos, el discreto coqueteo de algún pez noctámbulo. No tenía prisa…
–––
Nadie le recordó que, como todos, también él tenía fecha de caducidad. Nadie le anunció que, al cabo de dos horas, la sobrepasaría…Nadie tuvo la descortesía de advertirle que, setenta y ocho horas después, ocuparía una especie de cámara frigorífica en una sala con insoportable perfume a asepsia… Tampoco le hubiera gustado… Miró a su familia. Rito anual. Cena de cumpleaños. El mismo restaurante. La misma playa. Las mismas palabras huecas. Hipocresía en el menú. Las cábalas, soterradas, en las cabecitas huecas de sus nueras en torno a su testamento. Las rivalidades apenas disimuladas por heredar el imperio edificado. Las caras ya irreconocibles de los hijos. Los dientes afilados. La adulación asfixiante. La misma liturgia… Y, aunque todas las sillas del restaurante estaban ocupadas, el amor, extraviado hacía lustros, aguardaba la suya… Media hora antes del instante último, él sorprendió aquella imagen, la de un niño pescando a la orilla de un mar inmutable… Uno de sus hijos declararía, después del óbito, que su padre, durante la cena, se había mostrado curiosamente abstraído…
–––
Se levantó bruscamente de la mesa y se alejó… Ojos entrecruzados en busca de una respuesta… El camarero sirvió los postres. Y, sin saber por qué, se sintió incómodo. La familia se regocijó… Si la última voluntad no era la anhelada, aquella inexplicable actitud ayudaría a la hora de las impugnaciones, a la hora de alegar enajenación mental… Alguien comentó que el sorbete de limón estaba delicioso…
–––
El niño no dudó. Le dejó su caña. Él contempló, por unos segundos, la lenta agonía de los peces fuera del mar… Y pensó en la larga agonía de todos aquellos cadáveres sobre los que había edificado su fortuna… Recordó su primera caña… Recordó a su padre, un relojero honesto al que siempre había despreciado por su inquebrantable ética, rémora de todo progreso… Recordó… Por un momento se sintió vivo, bien, niño… Y comprendió que había recorrido un largo camino para llegar a ninguna parte. O, quizás, a aquella inocencia ahora recobrada… La Luna se obstinó en colorear su envejecido cuerpo mientras un peso comenzaba a oprimirle… Lamentó su vida. Y se sintió abruptamente redimido. La Luna ultimaba su trabajo y él el latido definitivo. Sonrió. Llevaba años sin hacerlo… El médico obvió el dato de aquella sonrisa en su escrupuloso informe…
¡Uf!
El círculo
Juan Luis Hernández |