Sorprende que ningún partido de los que concurren a las elecciones del 20-N propugne una salida nacional a la crisis, o sea, una salida. O dicho de otro modo, que ninguno reivindique el derecho a la pobreza si abrazándola nos liberamos de la esclavitud a que nos condena la usura de "los mercados", hoy los alemanes, mañana, seguramente, los chinos. Sorprende que ninguno haya tomado nota de lo que se ha hecho en Islandia o de lo que se ha querido hacer en Grecia antes de que se produjera el reciente golpe de Estado que lo ha impedido.
Desde luego que retornar a la economía productiva, piedra angular de la soberanía y la independencia, no sería cosa fácil, que no sé si queda una fábrica de algo o un sembrado por alguna parte, pero, en todo caso, a la fuerza ahorcan: la especulativa ya no es cosa nuestra, sino exclusivamente de quienes nos acogotan. Por lo demás, habría que irse acostumbrando a no llamar crisis a lo que es, en puridad, el nuevo diseño económico y político del mundo: masas empobrecidas, desigualdades extremas, generaciones malogradas, sumisión y miedo. El espejismo de la democracia, de la igualdad de oportunidades y del progreso refinado se ha desvanecido, y ahora se nos presenta un futuro en manos de sórdidos tuercebotas que, eso sí, supieron hacer dinero, mucho dinero, todo el dinero.
Si somos pobres, seámoslo, que de la pobreza se puede salir con tesón, trabajo, solidaridad social e inteligencia, vendría a proponer ese partido que no existe, y sus candidatos, que tampoco existen, hablarían de la libertad que, como escribió Azaña, no es que haga felices a los hombres, sino que los hace simplemente hombres. Y, añadiría ese partido, se puede ser pobre si se es libre, que es una forma maravillosa, en el fondo, de ser rico.