Estamos muy cerca del «sangre, sudor y lágrimas» que sólo pudo ofrecer un férreo Winston Churchill a sus conciudadanos en plena Guerra Mundial.
No hay frase mas cruel ni mas certera que la que nos legó Jean-Jacques Rousseau al tratar sobre los gobiernos: «La autopsia de cualquier régimen político caído siempre es clara: suicidio». No voy a quitarle el menor mérito al esfuerzo realizado por el partido que ha ganado holgadamente las elecciones en España. Aceptó perder tras la trágica incertidumbre provocada en las cercanías de Atocha por un no aclarado 11-M. Continuó aceptando la derrota en la siguiente legislatura. Renovó personas, analizó errores, y se preparó concienzudamente para el tercer asalto. Hizo suya la máxima: «El que resiste, vence». Pero quien realmente perdió, no sólo en millones de votos, sino en crédito y prestigio, fue el partido del Gobierno. Y que nadie piense que perdió el mismo 20-N. Llevaba meses, años, generando incertidumbres, gobernando sólo para una parte del país a la que seducía con subvenciones o promesas incumplibles. Se estaba produciendo una nueva casta de súbditos enganchados al maná que podía venir de cualquier programa de la UE, del Gobierno o de la propia Comunidad Autónoma, proclives al poco esfuerzo, a la exigencia de derechos, al olvido de deberes básicos. Lejos quedaba aquella definición de Lord Salisbury sobre la esencia de un partido: «La agrupación que se coloca sincera y lealmente al servicio de aquellas personas que defienden a las instituciones y a los principios que dichas instituciones encarnan y que son capaces de arrastrar lealtades, lealtades que se convierten después en votos».
El propio Rousseau, el autodidacta apasionado de su infancia sin familia, el rebelde del hospicio de los Catecúmenos de Turín, el lacayo y a veces ladrón, elige ponerse del lado de los que no triunfan, desprecia el dinero y el éxito social. Es la otra cara de la moneda de un Voltaire burgués y enriquecido. Su «Contrato Social» está inspirado en su pasión por la unidad. Unidad del cuerpo social por una parte; subordinación de los intereses particulares a la voluntad general por otra. Reinado de la virtud en una nación de ciudadanos, no de súbditos. ¡Qué diría hoy Rousseau si nos viese! Vería que el dinero ocupa la principal preocupación de unos que, incluso en bancarrotas, afanan primas y beneficios insultantes.
Que otros manipulan bolsas, créditos, primas y presupuestos en beneficio propio, dejando a sociedades completas al borde de la indignación, la desesperación o la miseria. Vería cómo su alabada unidad del cuerpo social, se descompone por doquier a impulso de ambiciones personales, de mal interpretadas claves históricas, cuando no por el chantaje de mentes asesinas, incapaces de reconocer el menor error, imposibilitados de acudir al perdón como herramienta de reconciliación. Estaríamos al borde de la «taifa» o del «cantón de Cartagena» de seguir como hasta ahora. Comprobaría cómo la virtud ha desaparecido de la vida de muchos de nuestros dirigentes. Que aun bajo la capa de la inmunidad parlamentaria, debe intervenir con harta frecuencia el Tribunal Supremo contra excelentísimos aforados. Diría, como escribió en sus «Considerations sur le gouvernement de la Pologne» (1722), que «antes que reformar las instituciones hay que establecer la virtud en el corazón de los polacos»; que «antes de liberar a los siervos hay que hacerlos dignos de la libertad». En resumen, escribiría que siempre han sido los buenos ciudadanos quienes dan fuerza y prosperidad al Estado, y que las reformas morales preceden siempre a las reformas políticas.
Mensajes claros para quienes están prontos al relevo de la guardia y cuando al régimen saliente –el suicidado– está mas que necesitado de un buen responso y agua bendita. No es sólo Rousseau quien marca las condiciones del buen gobierno. En nuestros clásicos encontraremos mil referencias. Será sólo cuestión de saber separar el grano de la paja, de elegir a verdaderos servidores, de formar a las nuevas generaciones en los valores de la ciudadanía, valores tan arraigados en nuestra alma de pueblo, valores comunes en muchas de las culturas que se integran en nuestra vida. No queremos ni pensarlo, pero estamos muy cerca del «sangre, sudor y lágrimas» que sólo pudo ofrecer un férreo Winston Churchill a sus conciudadanos en plena Guerra Mundial. Pero sabremos superarlo como tantas otras veces si encontramos liderazgo, ejemplo, rumbo firme.
Los ejemplos de otros países de nuestro entorno son válidos para ello. La excusa de una crisis de amplio espectro es cierta, pero no suficiente. Somos cada uno de nosotros, éstos que formamos el «contrato social» los que unidos podemos encontrar soluciones. Son los que priorizan claramente el bien común por encima del bien particular los que deben decidir, pilotar, gobernar. De no ser así, tomaremos otra vez, claramente, el camino a la sala de autopsias, donde ya conocemos a priori el diagnóstico de los forenses: suicidio. Quiero entender que todos sabemos lo que nos jugamos.