El asunto de los funcionarios, el de la reducción de su número excesivo, no debería haberse dejado para tiempos de crisis, en los que lo único que cabe, al parecer, es la consunción o el despido. Lo que requiere este asunto es, más bien, su racionalización, como, por lo demás, la del propio Estado que les emplea, un Estado convertido en un país dentro del país, ajeno en gran parte a su función amparadora, cohesionadora y de servicio a la sociedad. Del mismo modo que hay que irse de los sitios cuando se está bien, se tendría que haber resuelto esto cuando el funcionariado sobrante podría haber encontrado acomodo laboral y profesional en otro sitio, y no ahora, cuando fuera de ese Estado y de sus franquicias caen chuzos de punta, se come mal y se duerme al raso.
De manera ambigua, como él es, Rajoy dejó caer algo sobre el particular en la sesión de su investidura como nuevo presidente del Gobierno, pero eso ha bastado para que el terror se haya apoderado no ya de los actuales funcionarios del Estado, que son las únicas criaturas humanas que aún creen que las cosas y los empleos duran para siempre, sino, sobre todo, de los que aspiraban a serlo algún día, costara las oposiciones que costara, ora para maestros, ora para bedeles, ora para oficinistas. Que España tenga el mismo número de funcionarios que Japón, un país con muchísima más gente y que, al contrario que el nuestro, funciona, también es terrorífico, y no de ahora, sino de toda la vida, pero aquí también se percibe esa duplicidad de Españas que, al ser dos, siente terrores distintos: los tres millones largos de funcionarios de la España-estado a ver alterado su "modus vivendi" y reducidos sus privilegios, y los particulares de la España-país a seguir padeciendo, y pagando a un precio muy alto, un Estado que no funciona, o que no lo hace, cuando menos, en su favor y beneficio.
La pena es que ahora el hueco que dejen los funcionarios nonatos se rellenará con amigos, parientes, paisanos, asesores y enchufados. Y sin oposiciones ni nada.