Se produce en la sociedad occidental, en países como Estados Unidos y cada vez más en el nuestro, una paradoja económico-alimenticia, la pobreza engorda. Es decir, los pobres son cada vez más pobres y además más gordos.
A diferencia de otros países del castigado hemisferio sur, la hambruna del mal llamado primer mundo no produce cuerpos famélicos sino cuerpos obesos. Casi todas las campañas institucionales de lucha contra el sobrepeso han hecho hincapié en culpabilizar a las personas: nos movemos poco, comemos mucho y mal. Olvidando, en ocasiones, que los pobres no tienen acceso a la cultura necesaria para una correcta alimentación, ni al tiempo necesario para cocinar en condiciones, ni acceso a productos alimenticios más saludables dado su elevado precio.
Sabemos además que cada vez más personas de este país, en los próximos años más de medio millón de personas serán desalojadas de sus casas para dejarlos en la calle, no tienen dinero para ir a un gimnasio, para pagarse un entrenador personal, para realizar un curso de nutrición, para hacerse la liposucción, la lipoescultura, o la lipopuñetas.
Personas que no tienen recursos para pagarse la cuota de una piscina, para comprar productos de herbolario, para comprar aceite de oliva del primer prensado, para ir a esquiar, para consumir unos gramos de caviar beluga, para regar sus exquisitos platos con champán Moët Chandon, o para hacerse una cura depurativa en las caras clínicas de Marbella, donde les sacan miles de euros por hacerles pasar hambre y darles masajes con chocolate suizo.
Imagino que Julia, que va reventada de limpiar escaleras, cuando llega a su casa a las tantas de la noche, tiene las fuerzas justas para freír unas croquetas "caseras" de marca blanca, o poner al horno unas pizzas del supermercado de la esquina para alimentar a su familia. Quizás a ella le encantaría ir a cursos de terapia familiar con los suyos, comprar frutas y verduras frescas, adquirir pescados y carnes de primera calidad, reservar mesa en algún restaurante de comida "deconstruida" y darse una vez al mes un masaje con piedras volcánicas. Pero seguro que Julia se conformará con que no le falten casas que limpiar para que el casero o el banquero no la dejen en la calle.
Seguro que cuando su médico de cabecera le recomienda una alimentación equilibrada y que cuide su espalda, Julia le pide ibuprofenos y ansiolíticos, porque está convencida de que las personas que le pagan por limpiar sus casas no van a entender que ella necesite tiempo y cuidados, al fin y al cabo es una privilegiada a la que no le falta trabajo.
Una miseria más de esta rica sociedad, cuando alguien le pregunte por qué está usted gordo, dígale sin reparos que la culpa es del IRPF. No querrán estos listos que nos suben todo menos el sueldo, que además nos baje el colesterol. Y aunque no se lo crea, cada vez hay más gente que no puede pagar 670 pesetas por un kilo de judías verdes, ¡ay perdón! si son solo cuatro euros.