La doctrina cristiana sobre el destino glorioso de María, al finalizar su vida en este mundo, constituye una enseñanza profundamente ligada a la divina revelación. En efecto, la reflexión teológica ya desde los primeros tiempos de la Iglesia puso de relieve que la «analogía de la fe», o sea, «la cohesión de las verdades de la fe entre sí y en el proyecto total de la Revelación» (Catecismo 114) es lo que ha dado lugar a la profesión de fe de la Iglesia sobre la glorificación de María en cuerpo y alma al efectuarse su tránsito a la vida eterna.
Esta verdad de la Asunción de María fue definida como dogma de fe por el papa Pío XII el 1 de noviembre de 1950. Se trata, sin embargo, de una convicción profesada ya en toda la Iglesia, tanto en oriente como en occidente, con una plena seguridad por parte de la jerarquía y de todo el pueblo cristiano desde los primeros siglos. Los relatos circunstanciados acerca de la muerte y asunción de María viene a ser como una ampliación hermosa y llena de admiración por parte del pueblo fiel, aseveraciones que tienen como núcleo esencial la fe acerca de que en María se anticipó su glorificación en cuerpo y alma, según el modelo de la resurrección y ascensión del Señor.
Las obras de arte cristiano ponen de manifiesto estas verdades de fe e intuiciones del cristianismo acerca de la escatología de la Virgen, o sea, de su tránsito a la gloria celestial. En oriente las escenas de esta temática se denominan de la «dormición de María» para poner de relieve la vinculación entre la muerte dichosa de María y su asunción al cielo, acontecimientos que quedan muy bien expresada en los iconos orientales. En occidente se suele dar más relieve al sepelio y a la subida de Nuestra Señora a la gloria por ministerio de los ángeles, pero no se deja de venerar a María tendida sobre un lecho florido después de experimentar su «muerte feliz y dichosa», tal como se anunciaba en el cuarto misterio glorioso del Rosario.
A propósito de la solemnidad de la muerte y asunción de María, quiero comentar brevemente un hermoso icono oriental de la «Dormición de María», que se venera en la iglesia de la Panagía de Gorantzi en el Epiro, al oeste de Grecia o Macedonia, obra del artista Juan Athanasíou, de finales del siglo XVIII o principios del XIX.
Como es característico de esta clase de pinturas iconográficas, se combinan diversas escenas relacionadas con el misterio representado. A ambos lados de la parte superior figuran dos escenas relativas a los últimos años de la vida de María. A la izquierda once apóstoles que ya han salido de Palestina en cumplimiento de su misión de predicar la fe de Cristo por todo el mundo. Si falta uno es porque Santiago el Menor permanecía como obispo en Jerusalén. A la derecha está la escena de María a la que se aparece el ángel Gabriel anunciándole su próximo traslado a la gloria. El ángel lleva en su mano una palma que entrega a la Virgen para que en sus exequias sea llevada por el apóstol Juan, como signo triunfal. En el cielo y sobre unas nubes son transportados los apóstoles para que asistan al tránsito de María.
Abajo los apóstoles y evangelistas se hallan en torno al lecho o féretro en el que yace el cuerpo de María, y junto a ellos se aparece Cristo quien toma en sus manos el alma de María, en forma de una niña, que el Señor mismo se lleva consigo con destino a la gloria del cielo, mientras que el cuerpo, ya resucitado, es subido a lo alto por dos ángeles. Otro detalle tradicional es el de que la Virgen lanza su cíngulo al apóstol Tomás, que va subido en su milagrosa nube, pero que no ha podido llegar a tiempo al sepelio de María, debido a lo apartado del lugar que su ministerio apostólico, que son las tan lejanas regiones de la India. Si a pesar de la ausencia de santo Tomás se cuentan doce apóstoles y los dos evangelistas no apóstoles (Marcos y Lucas), es porque no puede faltar en el colegio apostólico la persona de san Pablo.
Otras dos pequeñas figuras situadas al pie del precioso y bien adornado féretro de María, representan una escena también muy repetida en los evangelios apócrifos, que es la de un judío que habría intentado apoderarse del cuerpo de María y sus manos quedaron prendidas en el féretro. El arcángel san Miguel impide el sacrilegio. San Pedro, por su parte, comprueba que el judío se ha arrepentido y reza en su favor y éste recobra el uso de sus manos, proclamando luego también las maravillas de Dios.
Naturalmente que se trata de unas escenas de tema literario, pero llenas de profundo simbolismo, en las que no faltan la gozosa expresión de la fe de la Iglesia en la glorificación de María en cuerpo y alma, el amor de Jesús a su bendita madre, el ministerio con que los ángeles sirven a la que es su reina y señora, la labor evangelizadora de los apóstoles que reconocen a María como Madre de la Iglesia y la promesa de la futura conversión del pueblo hebreo. El fondo dorado del icono es la mejor expresión de la inmarcesible gloria del cielo.