A mediados del mes de junio, se cerraban los colegios, abriéndolos de nuevo después de las fiestas de nuestra patrona. Aquel tercer trimestre del año, se diferenciaba por infinidad de cosas, entre ellas salvaguardarse del calor. No se conocía el aire acondicionado, pero si el fresco proveniente de unas aspas, que de no haber sido por el perturbador ruido de, ruc, ruc, ruc, hubiera sido delicioso.
En casa teníamos uno con el pie negro, idéntico a los que salían en las películas americanas. Comprado en casa Conforto de la cuesta de la plaza, hoy si no me equivoco vendría a ser El Mundo de las Gangas, la tienda que con tanto acierto, montó el señor Basilio Sastre, al cel sia. Personaje para recordar, como un adelantado en materia comercial, de encontrarse entre nosotros, el diario "Menorca" debería invitarlo para que explicara sus experiencias en tiempos de súper crisis. El señor Sastre, viajando en su bicicleta, uno de aquello modelos de la Guerra Mundial, cargaba con un enorme cajón y varios cestos, dirigiéndose a los caseríos, ofreciendo toda clase de objetos del ramo de la mercería, desde botones, boata, alfileres de todas clases y tamaños, las agujas de cap negre con que las mujeres sujetaban el velo de luto "dalt es cap", agujas imperdibles, elásticos, plomos (que se forraban con tela de forro, cosiéndose en los dobladillos de vestidos y faldas) cremalleras, corchetes y Dios sabrá cuántas cosas más.
En ocasiones las familias campesinas no disponían de dinero en metálico y a cambio recibía, patatas, huevos, queso, sobrasada, que al llegar a nuestra ciudad vendía o continuaba cambiando. Recuerdo aquella vez, sentados en un banco de la plaza Colón, la cantidad de anécdotas que me explicó. Curiosidades que no se pueden olvidar y junto a ellas admirar una vez mas a n'en Basilio.
Era yo una mocosa y ya sabía darle a un precioso abanico blanco estampado de rosas rojas, regalo de una de las sobrinas de mamá Teresa, al casarse con mi padre aquel 7 de julio en la iglesia de San Francisco de Mahón. Ella, mi madre, le tenía un cariño especial, lo guardaba con gran estima pero a la vez no sabía negarse cada vez que se lo pedía, invitándome a que hiciera uso del que mi amiga Montserrat Cami, del cuartel de la Guardia Civil, me había regalado por mi santo. Siempre sospeché, no era nuevo de trinca, la prueba era evidente, en el reverso sobre las varillas llevaba varios manchas de pinturas Alpino y otros tantos de pinturas Goya. Era frecuente, regalar lo que a una la habían obsequiado, carecía de importancia, las familias obreras disponíamos de muy poco, pero lo poco con que se contaba se sabía administrar. Lo más económico, ir a la tienda de casa Mando y comprar una postal, por una peseta cincuenta céntimos, quedabas como una chica mayor, en su reverso, se escribía con pluma de ses que mullaves dins es tinter, frases adecuadas a la amiga a quien la dedicabas, con el consiguiente cuidado de no hacer ningún mancharón, haciendo buen uso del secante.
Uno de los requisitos fundamentales veraniegos, cortarse las puntas de las trenzas para que el pelo tomara fuerza. Aquel verano, no fue preciso ir a la peluquería, Margariteta petita, que además de artista a lo Juanita Reina o a lo Lola Flores, futura dependienta de Efectos Navales. de don Pedro Alejandre, son pare d'en Lluís y bisutera, también, le iba lo de peluquera. Aquella tarde mientras sus padres hacían la siesta , aprovechó el hacer prácticas con su propio flequillo, le ilusionaba cuanto se relacionaba con las tijeras, peine….lo que había sido serrell quedó tan desnivelado que ni la peluquera pudo remediar tal desaguisado. Sus padres no creían en las dotes de la niña, convenciéndose de sus facultades al encontrarse sobre una silla del comedor una de las dos trenzas de la muñeca que los magos de Oriente encargaron en casa de Manolo Cardona, frente a la pastelería Vallés.
El tema de los niños era más drástico, pelado al rape, al cero pudiéndoseles cantar lo de:
"Cap palat tintina, sense barratina, sense cap cabell, arròs amb tomàtic i pebre vermell". Los recuerdo espantosos, sobresaliendo los ojos y las orejas. Todos los años, solían venir varias madres para hablar con el de la motora, para que los cogiera de aprendices, a cambio de nada, se conformaban con saber dónde se encontraban sus hijos. Gori, los hacía barrer, poner orden en los armarios de la sala de cirugía, ir a buscar agua de la fuente para llenar una tina de buenas proporciones que disponía en el patio donde hacía las pruebas de los motores marinos. A veces pienso que no se debe dudar que todos los que fueron vecinos, se encuentran en el cielo, con el ruido y trucutruc que armaba, pero nadie rechistaba, "ningú deia ni pelat vols correr".
Diez pesetas semanales, un trozo de coca con aceite y azúcar para merendar por la tarde y algún helado era el jornal que el de la motora entregaba a sus pupilos, de diez o once años. A veces pienso que el garaje nº 27 de la calle de santa Catalina, era más un parvulario que un taller. A veces se despistaba el chico en cuestión, encontrándose en la calle jugando a canicas, o a cualquier otro juego.
Aquel verano, se había incorporado un chaval muy rubio de pelo ensortijado como un africano, era muy guapo pero le faltaban varios lavados a fondo, tanto que aquella tarde cuando mi madre fue a peinarme se encontró con un superviviente que no pertenecía a nuestra familia, había llegado con el niño de pelo rubio ensortijado. A mamá Teresa le cogio un sacardiu, llamó a mi padre preguntándole que hacer. La cosa estaba más clara que el agua, mandarlo a su casa, le regaló una botella de agua de carabaña, llena de petróleo, recomendándole le dieran un buen fregado. Meses más tarde, cuando ya ni nos acordábamos de él, supimos habían regresado a Valencia. Sus padres hacían de traperos, vendían platos, tazas, cazuelas de cerámica de su tierra. Hoy precisamente me he acordado de él al tener la fatalidad de romper sense voler una palangana que siempre vi en casa de mis padres, obsequio junto a varios platos en prueba de agradecimiento por haberlos dejado dormir varias noches en el taller. Lo triste es que ni en que me matin recuerdo el nombre del niño rubio que me hizo partícipe de sus piojos.
Verano era ideal para montar tómbolas y rifas. Bien poco se precisaba, una caja de cartón que hacía las veces de mostrador, despachando, los cuatro trastos inservibles de cada una de las niñas que formábamos el grupo de la plazoleta de san Roque. Mis queridas amigas las hermanas Díaz Ponsetí. Magdalaneta, Menchu, Pilar, a las que aprovecho para mandarles el pésame por el fallecimiento de su tía, la que vi por última vez en febrero en casa de su vecino el peluquero Eloy. Este pasado invierno, aquel pedacito de Mahón, ha perdido a varias vecinas muy queridas. Nati de Antonio Obrador, Marcela Real, la viuda de Llufriu, tía Concha, …
Dejo la plaza de San Roque, las niñas juegan al pasar la barca y otras van cosiendo preciosos vestidos a sus muñecos de piedra. Mientras yo bajo por la cuesta larga, como tantos días estaba invitada a comer en casa de Adelaida Gelabert, esposa de Juan Garriga alias en Terrassa. Él iba con la motora, amigo de toda la vida de Gori, no tenían hijos y les encantaba que fuera, enfrente de su casa en "sa punta", había "es llenegall" donde a las doce se reunían vecinos y otros. Los Poza, Magda que se casó con Pepín Vidal, los Uhler que venían de Barcelona, Llabrés, la familia Salas, entre otros. A pesar de que sabía nadar, Adelaida, solía salir a la terraza, dándome una miradita de vez en cuando recomendándome, fuera con cuidado. Añadiendo, té seny, no me donis sustos.
A mí la chica que más me agradaba era Magda, tan rubia, nadaba como nadie, lucía unos bañadores preciosos, era una segunda Esther Wuillians.
Es por ello que me duele que mis hijos y mi nieta no puedan hacer lo propio, gozar de aquel Baixamar, soy consciente que los tiempos cambian, que hay que evolucionar. No soy de las que creen que cualquier tiempo pasado fue mejor, ni de noves. Por el contrario creo firmemente, que de haberse hecho las cosas bien hechas, hoy se continuaría gozando de un puerto sin igual. Disponíamos de suficiente espacio.
P.D. El pasado sábado sufrí un grave equívoco. No eran treinta mil pesetas lo que pedía por su caseta, si no trescientas mil.
Agradecer a don Juan Carlos Amich (empresario) por leer mis humildes escritos y coincido con él, haciendo votos para que muy pronto podamos disfrutarlo todos. Gracias, señor Amich. Mientras tanto, continúo guardando riguroso luto por mi Baixamar. ¿Se apunta ?