En el capítulo anterior habíamos dejado a Pons atareado en corroborar las leyes genéticas de Mendel.
En los ratos libres que le dejaba su frenético quehacer, invertía Pons su creatividad en sacar el mayor partido al paraíso que merced a la fortuna habitaba. Para ello inventó una especie de arroz caldoso que con el tiempo adquiriría sabrosas variantes que evolucionarían a la postre hacia deliciosos potes precursores de los actuales peroles y calderetas. Paralelamente a este hallazgo introdujo la costumbre de aprovechar cuevas y recovecos en las rocas de las más acogedoras calas de la Isla para habilitarlas con sombrajos y otras comodidades a orillas del transparente mar. Gracias a una chispa de intuición comprendió Pons lo ventajoso que sería conjugar sus dos flamantes creaciones y a tal efecto fomentó el hábito de bajar en grupos los fines de semana y los puentes (en aquella época los festivos se votaban en asambleas) a las casetas playeras a compartir manjares, charla y algarabía, sin olvidar jamás unas buenas fogatas y ciertas parrandas y cánticos corales que duraban hasta bien entrada la madrugada.
Cierto grado de felicidad caracterizaba por ende en aquellos albores a los coetáneos de Pons, dadas las saludables costumbres que facilitaban en los miembros del clan su condición de personas alegres y hospitalarias.
Quiso el azar que durante uno de esos encuentros festivos, a la hora de la manzanilla, Pons, que gustaba de explorar lo novedoso, decidiera añadir en su tisana algunas cápsulas de cierto tipo de amapolas que a la sazón abundaban en la Isla. Diose la circunstancia de que el brebaje produjo en Pons efectos de tinte tanto somnífero como lisérgico. El caso es que despertó del letargo con la certeza de haber visionado el futuro con una claridad y un detalle dignos de una luminosa vigilia que nada tendría que envidiar a la clarividencia del mismísimo Nostradamus.
Fruto de esta iluminación premonitoria, obtuvo Pons un exhaustivo conocimiento del futuro. Si bien le divirtió la constatación de que efectivamente se construiría una basílica prerrománica allí donde él degustara su primer pato a la brasa, y quedara así mismo satisfecho al comprobar que la belleza de enclaves como Alcalfar o Es Grau se había mantenido tras más de cuatro milenios y que el espíritu convival de las casetas de 'vorera' que él mismo inventara también había sobrevivido, sufrió sin embargo gran congoja tras la visión de graves catástrofes que atormentarían a su pueblo, en forma de sucesivos ataques vandálicos, crueles guerras, invasiones y ya en los albores siglo XXI, del decidido establecimiento de la estupidez como norma de gobierno.
Supo merced a su visión que la Isla acabaría por perder la autosuficiencia conservada durante milenios para acabar sucumbiendo a la dependencia del turismo; comprobó también que los recursos que se gastarían arbitraria y torpemente en atraer al imprescindible turismo serían contrarrestados con enorme eficacia mediante la arbitrariedad, la falta de un plan, y -entre muchas otras herramientas- de la dilapidación de las numerosas oportunidades de promoción gratuita que hubieran ofrecido tanto la propia belleza del paisaje y la nobleza de sus moradores como la admiración que Menorca producía en personajes relevantes a quienes se expulsaba innecesaria e insensatamente de la Isla por medio de zafias zancadillas, y que lógicamente procedían a mutar su amor por Menorca en un rencor que inevitablemente publicitarían en su entorno profesional y personal tras su desencanto. Conoció en fin a través de su paranormal experiencia el problema al que se enfrentaría su pueblo: acabarían dependiendo del turismo, pero lo tratarían de manera contraproducente.
Pons era un hombre resolutivo, de manera que en cuanto conoció el negro futuro que esperaba a sus descendientes, se puso a cavilar sobre la manera en que podría ayudar a su estirpe a capear el temporal que inexorablemente se avecinaría. Las empresas que decidió abordar con tal propósito fueron de enorme calado pero, no disponiendo de más espacio en esta columna, me veo obligado a posponer el relato de las mismas hasta una próxima entrega.