Google ha puesto en marcha un sistema para acabar con aquellos clics accidentales que hacen que mientras consultamos los resultados de Primera en la página del "As" topemos por error, a lo ancho y alto de la pantalla, con un anuncio de una maquinilla de afeitar o un seguro baratísimo para el coche. La medida es buena, claro está, porque ahorra tiempo al usuario, evita cortar la actividad que se estuviera realizando por internet (la mayoría igual de importantes que consultar si Cristiano juega o no el domingo) y satisface al anunciante, que por lo visto no encuentra nada positivo en que le visite quien no le quiere visitar. No obstante, se está perdiendo algo, un cierto encanto, un halo de convivencia con el riesgo a baja escala, con este frenesí de la tecnología por apartarnos de cualquier contratiempo menor. Ahora ya no nos perdemos conduciendo por ciudades ajenas por obra y gracia del GPS, ni se nos queda la memoria colapsada con aquello de "cómo se llamaba aquel, sí, sí... Lo tengo en la punta de la lengua" porque el propio google nos arroja de inmediato la respuesta. El coche nos aparca solo, nos roba ese cabe o no cabe, esas maniobras sufridas. La termomix no da opción a quemar el arroz. No obstante, nos quedan aún los golpes del dedo pequeño del pie con la base de un mueble, el mando a distancia que se pierde por los recovecos del sofá o cuando abrimos un paquete de macarrones con demasiada fuerza y se nos desparraman por el suelo, por ejemplo. Estas pequeñas aventurillas deberían ser declaradas por la Unesco patrimonio inmaterial de la humanidad, porque si la tecnología nos conduce a una perfección absoluta, a una ausencia de riesgos menores por perfección técnica, corremos el riesgo de robotizarnos, atontarnos, ser incapaces de sobrevivir en un hipotético ámbito no tecnológico. Y este es un riesgo mayor y ya latente.
El apunte
El riesgo necesario
Pep Mir |