¿Cuándo mi corazón se volvió de piedra? ¿Cómo he sido capaz de no pararme cuando he visto a esa anciana sentada en las escaleras del metro en bata y zapatillas de estar por casa?" En ocasiones, la vida más allá de los smartphones y de las tabletas te sorprende con el eco de una conversación que mantienen dos jóvenes ejecutivos en una cafetería. Ella, impecable traje sastre, cabello castaño recogido en una coleta, con los ojos al borde de las lágrimas. Él, americana y chinos, desconcertado (supongo) ante la emotividad desbordada y la profundidad de las palabras de su acompañante. "No digas eso, vamos siempre corriendo, seguro que en otro momento lo hubieses hecho", mano adelantada regalando una caricia. "Corriendo y sin sonreír. Ahí empezó todo, cuando comenzamos a torcer el gesto por sistema".
¿Se ha vuelto nuestro corazón de piedra? ¿Somos inmunes a la pobreza que avanza imparable en nuestra sociedad o, simplemente, nos resignamos a su avance? ¿Somos conscientes de que cada día somos más pobres? ¿Sabemos que en 2012 tres millones de personas en España vivían en la calle o en hogares indignos y 28.000 pasaban hambre? Según el Instituto Nacional de Estadística, el 21 por ciento de los hogares españoles se encontraba por debajo del umbral de pobreza y en doce de cada cien se llegaba con mucha dificultad a fin de mes. Menguaron los ingresos medios anuales y la capacidad de afrontar gastos imprevistos mientras aumentaba la cifra de paro. 11,6 millones son los resultados que un buscador arroja si tecleamos "cifras de pobreza", un guarismo que se dispararía si hubiese modo de cuantificar la desesperanza, si las sonrisas desaparecidas contabilizasen.
Sabemos, sentimos que la pobreza ya no es algo que solo les pasa a otros, nos atañe más que nunca aunque no alcancemos a comprender cómo hemos llegado a este punto. Porque la pobreza, esta pobreza cotidiana que nos atenaza, no llegó con las hipotecas subprime, ni con el consumo desaforado y el sobreendeudamiento. No solo, no principalmente. La pobreza llegó cuando olvidamos que, tal y como afirmó William Beveridge, "life is serving, not enjoying". Habrá quien se resista a aceptar esta afirmación, pero un análisis honesto de cualquiera de los problemas que nos acucia no hace sino confirmarla. La banca se hundió cuando en vez de servir a la economía productiva se emborrachó de ganancias; la clase política cuando olvidó a los ciudadanos a los que representaba para empacharse de poder y soberbia; el empresariado cuando sustituyó la búsqueda del progreso común y el acento en el trabajo bien hecho por la dictadura del incentivo y el reparto de dividendos; la familia al primar la individualidad y el confort por encima del calor de hogar; la ciudadanía en el momento que declinó su corresponsabilidad en la construcción de una sociedad más justa y se dedicó a vivir bien.
Y pese a dedicarnos a disfrutar, o precisamente por ello, dejamos de sonreír. Dejó de sonreír el empleado, asfixiado por la necesidad de cumplir objetivos; el político, asustado por perder porcentaje de votos; el empresario, incapaz de frenar la devastación en la cuenta de resultados y la sangría del desempleo; la madre abrumada por la necesidad de ser "multitareas" y el padre por la falta de costumbre de llevar un sueldo y leer cuentos, aterrados ambos cuando el paro llamó a la puerta; dejó de sonreír el ciudadano, impotente ante el retroceso de derechos conquistados la mayor de las veces a sangre y fuego, y dejaron de sonreír los niños al ver a sus padres asfixiados, asustados, incapaces, abrumados, aterrados, impotentes. Tanto es así que no resulta difícil compartir el sentimiento de la joven ejecutiva y afirmar que la pobreza es tanto la falta de sonrisas como la carencia de alimento, de vivienda, de educación, de sanidad, de cultura, de horizonte, de esperanza.
Es tan incómodo aceptar que la pobreza llegó cuando nos olvidamos de servir y de sentir, centrados como estábamos en tener, como luminosa la convicción de que salir de ella no depende de la confianza de los mercados ni de la recuperación de la prima de riesgo, la recapitalización de la banca o la flexibilidad laboral. No solo, no principalmente, y mucho menos si esa salida aspira a ser permanente, a apuntar a un nuevo orden de cosas. Empezaremos a despedir la pobreza cuando volvamos a sonreír, siempre que esa sonrisa sea reflejo de una actitud consistente y comprometida en la política, las finanzas, la empresa, la familia, la sociedad. Sólo así acabaremos con las estrecheces, con la desigualdad, la injusticia social y el desamparo. Seremos ricos cuando volvamos a sonreír por sistema, con la íntima satisfacción que proporciona encontrar en nuestra casa, nuestro barrio, nuestro trabajo, nuestro ocio una oportunidad para servir a los demás. Cuando seamos capaces de reconciliarnos con la receta de la honestidad, la generosidad y el compromiso con las cosas bien hechas se equilibrará la balanza de sonrisas, y podremos ir dejando atrás la pobreza, esta pobreza desoladora, universal, cotidiana, que nos interpela más que nunca.