Hoy no consigo estar enfadado con el mundo, supongo que se deberá a una falta puntual de información o al vertido descontrolado en mis sinapsis de material serotónico proveniente de una tableta de chocolate "Lindt" que he tenido la flaqueza de apretarme entre pecho y espalda en sus tres cuartas partes como el que no quiere la cosa. El caso es que dadas las circunstancias renunciaré a escribir en modo cascarrabias y me formatearé dentro de las amables coordenadas del menú Feliciano. Me temo en definitiva que hoy resultaré aburrido.
Me gusta viajar. Me gusta el mundo. Quiero con esto decir que no soy el típico tío que porque haya nacido en Madrid piense que de Madrid al cielo y que no hay mejor plato que el cocido. Hay tantos sitios agradables, tantos platos sabrosos, tantos paisajes increíbles y tantas gentes interesantes que me sorprende ver lo aferrados que viven algunos individuos al convencimiento de que su tierra es el lugar del mundo elegido por los dioses para representar lo inmejorable. Sostengo, dicho lo cual y sin embargo, que Menorca es uno de esos sitios que un viajero no debería perderse.
Cuando viajo hay algo que aprecio enormemente: encontrar lugares especiales que, siendo decididamente bellos transmitan simultáneamente paz y autenticidad. Para que nos entendamos: sitios que representen completamente lo opuesto a, por ejemplo, permanecer de pie esperando turno por necesidades del guión (dictado por una hija adolescente) en la cola de un Mc Donalds instalado a su vez en el interior de un enorme centro comercial.
Esta mañana, sin necesidad de desplazarme más de siete kilómetros me he reencontrado con uno de esos puntos mágicos del planeta que transmiten lo que busco y que, por cierto, jamás descubrirá un HIEP ("hombre incluido en pulsera"): San Esteban.
He acercado mi vehículo hasta una "caseta de vorera" de la cala. He bajado unas escaleras y me he zambullido en un agua increíblemente transparente. He nadado hasta la otra orilla, donde, tumbado en un trampolín (nadie pretendía utilizarlo en ese momento), he permanecido unos minutos perfectamente convalidables por una hora de placer en el formato que usted, querido lector, prefiera imaginar. Me he incorporado, y desde el mismo trampolín he observado la belleza, la paz y la autenticidad de la que hablaba, en forma de casetas, "magatzems" de barcas, personas flotando suaves en animada charla frente a los "llenegalls", paseantes sin prisa asomados al acantilado, sonido de gallos en lontananza, "llaüts" meciéndose delicadamente amarrados a boyas amarillas, abuelas sentadas a la sombra en sillas pleglables vigilando a la formidablemente bulliciosa chiquillería.
Eso es Menorca. Esa es la imagen de Menorca que tanta gente aprecia, apreciaría (de conocerla) y que es tan difícil de encontrar en el siglo XXI. Es un lujo que aún contemos con sitios como Es Grau, Alcaufar, Sa Mesquida, Canutells… donde la gracia existe en cuanto que son los propios menorquines quienes los levantaron con sus manos, sin planos, con ayuda del cuñado y de la vecina, entre paella y paella. Y son así de atractivos porque lo más envidiable del menorquín es su capacidad de construirse un refugio familiar en sencillos paraísos donde comparten con parientes y amigos el 'dolcefarniente' veraniego o de fin de semana, las interminables comidas con sus irrenunciables y elásticas sobremesas.
Estos reductos de autenticidad serían, junto con los monumentos megalíticos y la naturaleza virgen, las señas de identidad que yo usaría como logo menorquín en el improbable caso de que se me encargara encontrar un slogan de marca para la Isla.
Mi experiencia me dice que de la misma manera que el Mac Donalds del centro comercial donde sufrí momentos tan perfectamente prescindibles es idéntico a otro situado en cualquier otra ciudad del mundo, y siendo consciente de que si entras en un Zara o un Mango de París no notarás la diferencia con otro de Nicosia, opino que no conviene vender Menorca como lugar poblado de hoteles sin alma que no se distinguen en nada de otros que pudieran estar en Benidorm o Sharm el- sheikh, porque Menorca es de veras especial.
Yo descartaría la conveniencia por tanto de añadir más estructuras anodinas (hoy no pondré ejemplos, recuerden que estoy en modo yogurt), que no aporten cosa alguna a la singularidad de la Isla y no añadan nada de atractivo para quien busca algo especial.
Al lado de una foto de unas vacas girando el cuello para mirar a cámara, propondría una leyenda provocadora: si te gusta lo trillado, Menorca no es tu destino.