Sábado por la mañana. Sant Lluís está a punto de iniciar los actos principales de sus fiestas. Tras hacer unas compras me siento en un banco y observo con curiosidad el ir y venir de la gente deseosa de que la qualcada eche a andar. Entonces veo que se dirigen hacia mí dos jóvenes de veintitantos años. No llevan camisa, pelo rapado y algún tatuaje.
Inconscientemente me prevengo. Uno de ellos se acerca y me dice: "Por favor, ¿tiene fuego?". Le presto el mechero y me lo devuelve al tiempo que dice: "Muchas gracias y buenas fiestas". De alguna manera me siento culpable del juicio previo al que les había sometido. Horas más tarde, estoy disfrutando de cómo un amigo cavaller se prepara para incorporarse al "replec". Entonces, se acerca un hombre entrado en años, vestido con ropa clásica, con signos evidentes de haberse tomado una copa de más y empieza a molestar al jinete y caballo. Intervengo y me suelta algún que otro improperio.
Luego ya en pleno bullicio del jaleo tomo nota de lo que ocurre en la plaza. Entre los jóvenes y mayores no veo tanta diferencia. Hay quien disfruta de forma sana de los festejos y otros que desbordados por el alcohol se comportan como gamberros.
Y ya puestos podríamos aplicar la misma reflexión a la conducción de vehículos, a las normas de educación e incluso a la bondad o a la manera que tenemos de comportarnos y relacionarnos con nuestros semejantes.
Todo ello me lleva a pensar que estamos llenos de prejuicios. Juzgamos las cosas y a las personas antes de tiempo o sin tener de ellas cabal conocimiento.
En nuestra sociedad no hay límites de edad para ser buenos o malos. Al final todo se reduce a la persona individual, que es la responsable de su comportamiento, tenga 18, 25, 30, 50 o 60 años.