Tengo un amigo cuyo padre, diplomático de profesión, se reconvirtió en su día en comerciante de habas de cacao africano. Destinado al entonces aún llamado Congo Belga aprendió a apreciar las cualidades del continente negro. Un día mi amigo me confesó la especial inclinación que sentía su progenitor por las congoleñas. Quizás fuese aquella afición, que incluso pretendía dejar en herencia a sus hijos, lo que le propulsó, con el tiempo y una vez ya jubilado y divorciado por infidelidad probada, al lucrativo comercio del cacao africano.
El personaje en cuestión asentó su residencia en Bruselas, antigua metrópoli de la ex colonia africana, donde prosperó como comerciante importador de aquellas habas que tanto le recordaban su pasado reciente. El chocolate belga es famoso en todo el mundo. Basado en un producto puro y elaborado de forma artesanal nadie puede, todavía hoy, alcanzar la perfección de marcas como Leónidas, Galler, Newhaus, etc
Visitar bélgica es visitar un país repleto de identidades. Una de las más celebradas, junto al chocolate, son sus famosas cervezas. Su elaboración, iniciada principalmente en los conventos de la edad media como tantos otros líquidos alcohólicos, es un arte nacional de fama mundial. En la barra del hotel de Bruselas donde me hospedo estos días (y donde convivo con un ingente número de personajes -¿200?- extremadamente tatuados que asisten al 4º Festival Internacional del Tatuaje de la ciudad) ofrecen una carta con multitud de cervezas. Desde las conocidas y apreciadas Leffe, Chimay, Stella A., ... hasta las más exóticas del tipo Kriek (Belle Vue, Cantillon, Mort Subite) o la exagerradamente denominada Delirium Tremens.
Otro de los puntales de la identidad cultural belga es el comic. Todos conocemos / recordamos a los Pitufos, las aventuras de Lucky Luke, o al mismísimo Tintin («Tintin en el Congo») y sus entrañables personajes (Milú, Hernández y Fernández, el capitán Haddock, el profesor Tornasol, Bianca Castafiore, etc). Todos ellos forman parte del patrimonio de nuestra adolescencia de la misma forma como también lo puede hacer el inspector belga Hércules Poirot, personaje creado por Agatha Christie y protagonista de muchos de sus libros (que fue llevado al cine de la mano de Peter Ustinov o David Suchet).
Los humildes mejillones también representan a Bélgica. Son plato nacional y los ofrecen en todas partes. El país tiene mejillones a go-go. Los sirven al vapor con un toque especial al gusto continental (por ejemplo, la salsa marinera incluye apio, porro y algo similar al perejil que soy incapaz de identificar).
Pero quizás la seña de identidad más tangible de Bruselas, esa especie de nuevo Berlín aliado, es decir, una ciudad tomada por los representantes de multitud de naciones europeas (no discutidas ni discutibles), sea que todos ellos se esfuerzan por cohabitar y respetarse mutuamente. En Bélgica la ciudad es una isla bilingüe dentro de la zona de influencia flamenca. Es ciudad autónoma donde conviven el flamenco (neerlandés) y el francés de la parte sur de Bélgica (Valonia). Aquí, por suerte, no existe una casta político-educativa que, creyéndose autosuficiente y situándose al margen de la ley democrática, quiera eliminar una de las dos lenguas oficiales en beneficio de la otra.
Como siempre la distancia equilibra los valores y licua los perjuicios establecidos. Efectivamente desde Bruselas el prisma es distinto. La capital administrativa y política de Europa es un hervidero de nacionalidades y lenguas. Un auténtico melting pot europeo que compite con el icono norteamericano de New York City. Desde aquí los posicionamientos localistas excluyentes, que tanto dañan la educación en Baleares, no están consumidos por el apasionamiento latino. Suenan lejanos y se perciben como ridículos. En un mundo donde ya no es posible la pequeñez que conduce al aislamiento, mantener lo imposible es estar fuera de onda. Out of time.