Tal vez estéis ya en él. En el último estadio de la crisis (económica, pero también moral) que padecéis. El más peligroso. El que se caracteriza por quebrar los estados de ánimo y, consecuentemente, las relaciones familiares, profesionales y sociales.
Tres son los frentes abiertos -lo sabes- que lo propician: la miserable gestión que realiza la clase dirigente de esta negra etapa, priorizando mal; la aparición de la parasitaria radicalidad que se alimenta, sin compasión, del dolor ajeno para obtener futuros réditos electorales y los efectos que en los individuos producen los dos primeros factores.
Mientras, la buena gente de la calle, la que se levanta, vive o, sencillamente, sobrevive se convierte en víctima de unos o de otros o de ambos a la vez, renunciando, finalmente, a la cordura y cediendo a la crispación. No resulta, por ejemplo, fácil perder el empleo, o no llegar a final de mes, o vivir con la angustia como compañera, o no poderle ofrecer a tus hijos el día a día de la dignidad, porque un mundo marcado por la visión mercantilista del ser humano así lo dicta. Pero todavía menos cuando a ese drama se le une la contemplación diaria de la opulencia de quienes dictan vuestra pobreza.
Es menos fácil vivir en la honestidad mal pagada cuando se asiste a la corrupción constante, generalizada. La irritación no nace tanto de la penuria, como de la constatación de que los esfuerzos se dirigen, invariable y preferentemente, a los débiles, a los que, curiosamente, no tienen papel en el drama en el que alguien los ha izado como protagonistas.
No quema solo el dolor del inminente desahucio, sino también, y en mayor medida, el escarnio comparativo de quien se corrompe y casi nunca sale con culpa.
Y, en las antípodas aparentes, la ciudadanía desasistida sufre otra agresión. Hay quien, en el desconsuelo de tantos, no ve rostros, sino una oportunidad; en el descontento, tierra abonada para la siembra de cizaña; en el desánimo, el marco ideal para el viejo lienzo del cuanto peor, mejor.
No existe en ese quien bondad, pero sí voracidad. En palabras de Marco T. Cicerón: «Si hacemos el bien por interés, seremos astutos, pero nunca buenos».
La sociedad española tiene hoy mucho de red de tenis. Las fuerzas, opuestas, lanzando sus odios y la ciudadanía, recibiéndolos. Pero a esas -temes- no les importa, a fin de cuentas, la pelota. ¿A qué, sino, esa incapacidad atávica para el encuentro? ¿A qué sino el destierro insoslayable de la cultura del pacto? ¿A qué sino la supervivencia de una radicalidad, tan ciega como estéril? ¿A qué sino ese odio, frecuentemente heredado, que anula lo racional porque impera lo visceral? ¿A qué sino…?
Hasta que llega el estadio terminal y la pelota acaba hiriendo a quien no debe. Hartos de la clase política (posiblemente sin excepciones de credo o color), sumidos en una degradación en aumento, desesperados por la inexistencia de un asidero al que agarrarse, de una alternativa viable, los ciudadanos acaban perdiendo los nervios y el desamor se generaliza: hacia la pareja que, de pronto, te parece inaguantable; hacia los compañeros de trabajo que no comparten tu particular visión de los hechos; hacia tus hijos que, de repente, te irritan y, si te apuran, hacia ese vecino repleto de bonhomía al que ya no saludas sin saber, a ciencia cierta, por qué…
Entonces la crisis y los malnacidos que la han propiciado o que la han celebrado alcanzan su último y triste objetivo: la revocación de la convivencia.
Habrá que apostar, probablemente, por la serenidad, por el análisis objetivo de los hechos, por la objetividad. No son malas armas esas, no, para gritar a la clase dirigente que ya basta. A quienes originan el drama y a quienes lo aprovechan desde el oportunismo, desde el prurito, en la espera de subirse de nuevo al escenario. Porque, en la platea, el público únicamente desea una buena representación, en su multiplicidad de acepciones…