No nos engañemos. La realidad que nos envuelve no es buena y si vamos ampliando el objetivo, más allá de nuestras pequeñas o grandes fronteras (físicas y materiales), el panorama empeora a medida que nos asomamos al abismo de las personas que viven en la pobreza, la guerra, la soledad... La sociedad está partida en pedazos: los que viven bien, los que sobreviven y los que no tienen casi nada o simplemente nada. Y no hace falta irse lejos para palpar esta verdad. A las puertas de nuestras casas tenemos a la vista la miseria que golpea a los más débiles, muchas veces escondida bajo la alfombra de nuestra mala conciencia. Ésta es la realidad que no puede ocultarse con el paraguas de la Navidad o las felices fiestas que todavía están por venir.
Otra cosa es el deseo. Todos esperamos que más pronto que tarde los malos tiempos pasen y que vivamos mejor. Eso sí, aquí prima un egoísmo primario. Primero nosotros y luego los demás. Afortunadamente, si algo bueno nos ha dejado esta crisis que nos ha noqueado a los países ricos es la solidaridad, en forma de apoyo familiar o a través de un batallón de voluntarios que ayudan a los náufragos del sistema.
Y está la confianza. Ésta es una palabra gastada por los que gobiernan nuestras vidas. Sí, nos dicen que ya hemos tocado fondo y que unidos en el esfuerzo saldremos a flote. Vale, pero que ellos pongan también de su parte.
El deseo y la confianza son como hojas secas que mece el viento y que pueden quebrarse bajo el paso de la Historia. Lo único que nos queda es la realidad, el presente. Es el tiempo real, el que tenemos que transformar cada uno en su esfera particular con la confianza de que el mundo cambie al ritmo de nuestras acciones.