En 1510 una plaga de ratas devoró los ricos viñedos de los campesinos de Autun, un pequeño poblado de la Borgoña francesa. La multitud enfurecida acudió al obispo de la diócesis, monseñor Juan Rohin, para que les ofreciera alguna solución. Después de meditarlo, el prelado decidió iniciar un juicio contra los roedores y, a tal efecto, les convocó ante un tribunal eclesiástico para que ofrecieran explicaciones de sus actos vandálicos. Como era de prever, los roedores desoyeron la citación y no se presentaron el día señalado para el juicio. Cuando los prelados le preguntaron al abogado defensor, Barthelemy de Chasseneuz, por qué sus clientes no habían comparecido, respondió que las ratas vivían dispersas en varios pueblos y, por tanto, debían expedirse numerosas citaciones para preservar su derecho de defensa. Los jueces aceptaron las alegaciones del letrado y ordenaron a los curas de la diócesis que leyeran los emplazamientos desde todos los púlpitos. Los esfuerzos, sin embargo, fueron en vano. Los testarudos roedores no comparecieron al segundo llamamiento. Barthelemy de Chasseneuz alegó entonces que sus clientes temían acudir ante el tribunal por el peligro a ser apresados por sus eternos enemigos, los gatos. Por tal razón, solicitó que los demandantes prestasen fianza que garantizase que sus clientes no se verían maltratados por el camino. Los campesinos se negaron a asegurar la vida de los roedores -¡cualquiera se fiaba de los gatos!- y la causa fue archivada.
Esta disparatada historia demuestra que, en ocasiones, se abusa de la Justicia como instrumento para solucionar cualquier conflicto. En España, los datos ofrecidos por el Consejo General del Poder Judicial avalan esta afirmación: 1) solo en el año 2012 ingresaron en los Tribunales españoles 8.974.175 asuntos; y 2) la tasa de litigiosidad subió hasta los 196,1 asuntos por cada 1.000 habitantes. Si relacionamos estos datos con el hecho de que España tiene una de las ratios de juez por habitante más bajas de la Unión Europea y que el presupuesto destinado a Justicia apenas alcanza el 1% del PIB, se puede comprender perfectamente las disfunciones que sufre actualmente la Administración de Justicia.
En esta tesitura, los poderes públicos deben promover mecanismos alternativos de solución de conflictos. Uno de estos caminos es la mediación. Se trata de un procedimiento a través del cual dos o más personas intentan voluntariamente alcanzar por sí mismas un acuerdo sobre la resolución de una determinada controversia con ayuda de un mediador. Las ventajas de la mediación frente a los procedimientos judiciales son más que evidentes. Así, en primer lugar, es un mecanismo rápido y económico que reduce el coste y el tiempo de duración de los procesos judiciales. En segundo lugar, permite que los interesados participen de manera activa en la gestión de su propio conflicto lo que reduce la incertidumbre de la resolución que pueda adoptar un tercero. En tercer lugar, es un sistema flexible pues los interesados establecen libremente las condiciones de la negociación. En cuarto lugar, permite la adopción de acuerdos más duraderos en el tiempo pues, al basarse en el diálogo, se alienta a los participantes a mantener relaciones satisfactorias en el futuro. Y, finalmente, garantiza la confidencialidad de la información que ofrezcan los interesados lo que resulta muy atractivo cuando se trata de resolver cuestiones que afectan a la intimidad.
Sin embargo, la mediación no solo es un mecanismo que ayuda a resolver determinados conflictos. Su objetivo es más ambicioso pues pretende promover la tolerancia y el diálogo para que las personas, en el ejercicio de su autonomía, alcancen acuerdos que garanticen una convivencia pacífica en sociedad. La difusión y conocimiento de la mediación permitirá superar la «cultura del conflicto» y acercarnos a una sociedad donde el Juez no sea siempre quien tenga la última palabra de la vida familiar, social, económica o laboral.