Serían las 11.00 horas de la mañana. El profesor de matemáticas estaba escribiendo una fórmula en la pizarra cuando sonó el timbre. Las caras de los chicos se iluminaron. Había llegado la hora del patio. Amir y sus amigos cogieron la pelota que tenían guardada en una mochila al final de la clase y salieron corriendo al descampado contiguo a la escuela. Estaban en Kafr Sur, al este de Cisjordania, una zona limítrofe con la frontera israelí. Aquel día jugaba el equipo de Khaled contra el de Amir. Tenían que remontar el 3-0 del otro día. Al cabo de diez minutos, el partido seguía empatado. La polvareda del descampado apenas permitía distinguir a los chavales. «Niños, quince minutos para volver a clase», dijo el profesor desde el porche de entrada. «Tengo que hacer algo», pensó Amir. El portero lanzó la pelota con fuerza al centro del campo. El pequeño Yazan salió detrás de ella, regateó a varios jugadores contrarios, subió por el lateral derecho y lanzó un pase largo a Amir. Cuando el joven palestino recibió la pelota, pensó en todos los goles que había visto por la televisión cuando retransmitían la Liga española. Pensó en la ovación del público, en el abrazo de sus compañeros y, por un momento, se olvidó que estaba en Palestina. Miró fijamente al portero del equipo de Khaled, echó su pierna hacia detrás y chutó un potentísimo disparo. La pelota salió volando y saltó por encima de la valla israelí. Todos enmudecieron. Los soldados que controlaban la zona no se inmutaron. Amir se acercó al lugar y les dijo «¿nos la puedes devolver?». Los soldados israelíes no respondieron. Habían perdido la pelota. Cuando Amir llegó a su casa escribió en el Facebook lo que les había ocurrido aquella mañana. A los pocos días, un abogado de Kafr Sur se puso en contacto con los chavales y les ayudó a redactar una carta dirigida al Secretario General de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, en la que pedían que les devolvieran la pelota porque la necesitaban para jugar. Todavía no han recibido ninguna respuesta. Sin embargo, siguen soñando con jugar como Leo Messi o Cristiano Ronaldo.
El bienestar de los niños constituye una de las principales preocupaciones de la Comunidad Internacional. En el año 1989 la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Convención sobre los Derechos del Niño. Se trata del primer instrumento internacional que reconoce a los menores de dieciocho años un amplio catálogo de derechos económicos, sociales, culturales y civiles. Ha sido ratificada por todos los países del mundo, salvo Somalia, Sudán del Sur y Estados Unidos. Constituye, sin duda, un paso decisivo en la protección de los niños para que puedan desarrollarse en familia en un ambiente de felicidad, amor y comprensión. Sin embargo, ¿se respeta su contenido? Los datos ofrecidos por distintos organismos internacionales presentan un panorama desolador. Según un informe publicado por UNICEF en el año 2012, cada día mueren 19.000 niños por causas evitables y, al menos, un tercio de ellos, por desnutrición. La UNESCO ha confirmado que existen 61 millones de niños que no tienen acceso a la educación primaria. Hasta el año 2006 habían muerto dos millones de niños en conflictos armados. Más de 300.000 menores han sido reclutados como soldados para combatir en una treintena de guerras. En la India, más de 18 millones de niños viven en la calle, privados de atención familiar y de la protección de un adulto. Hay países —como, por ejemplo, Sudáfrica- en el que una niña tiene más probabilidades de ser violada que de aprender a leer.
Los niños representan la inocencia y la paz, la bondad y la ternura. Son nuestro futuro, el legado de miles de generaciones que han pasado por este planeta deseando vivir en un mundo mejor. Está demostrado que la infancia es la etapa más importante en el crecimiento del ser humano. Cualquier deficiencia afectiva, sanitaria, nutricional o de otra índole puede repercutir negativamente en el desarrollo de aquellas personas que, con el paso de los años, ocuparán nuestro lugar. Por tal motivo, debemos esforzarnos para ofrecer a los niños, cualquiera que sea el lugar donde se encuentren, el mejor entorno posible. Y es que —como dice el psiquiatra español Enrique Rojas- «casi todo lo humano está en la infancia. Cuando esa etapa ha sido feliz, sana, llena de afecto y bien enfocada, uno sale fuerte para todo».