La educación sentimental es una novela de Gustave Flaubert publicada en 1869 que describe, entre otras cosas, la pasión de un muchacho por una mujer mayor. La semana pasada, sin embargo, saltó a la palestra la situación contraria: la hija de Woody Allen, Dylan Farrow, acusó a su padre de abusar sexualmente de ella cuando era una niña. Poco después oí hablar de la soledad del menor frente a los abusos sexuales. Me acordé, como es lógico, de nuestra propia educación, que no me atrevo a calificar de abusiva, pero sí de un tanto peculiar con respecto a lo que se pregona hoy en día en esa materia. Dejando aparte los abusos sexuales hay todo un cambio de actitud entre la educación de ayer y la de hoy. Siempre que oigo hablar a los mayores sale a relucir el tremendo respeto que todos teníamos hacia nuestros padres. Muchos dicen que cuando el padre se llevaba la mano al cinturón ya echaban a correr. Otros cuentan que cuando le faltaban al respeto su padre les mandaba traer la tireta que tenía colgada de un clavo y adoptar la posición de ser duramente azotado. Hoy en cambio se oyen historias de denuncias de maltrato por parte de los hijos que han llegado a obligar a los padres a mantener un alejamiento en la distancia similar a la de un maltratador castigado por violencia de género. Ni tanto ni tan calvo, dicen en castellano, y entre nosotros: entre poc i massa sa mesura passa.
Creo que mi padre me pegó una o dos veces en la vida, y me lo tenía merecido. Era tan buen hombre que luego decía que la mano tendría que habérsele echado para atrás. Guardo un profundo respeto para su memoria. En cambio había en el colegio un profesor que me zurraba de lo lindo. La verdad es que fue quien me descubrió como escritor, pero me acuerdo más de sus palizas, realmente desmesuradas. Luego, cuando fui profesor, le dije un día a un chico que se callara y me respondió: «A mí no me grites». Hay un abismo entre las dos situaciones, y si lo hay es que algo falla. Otro día un profesor tutor tuvo que decirle a la madre de un alumno que su hijo venía fumado por las mañanas y no aprovechaba ninguna de las clases. El chico, que era bastante listo, dijo que iba a decir lo contrario, y que su madre le creería a él, no al profesor. Menuda diferencia con lo que me dijo mi madre, cuando el profesor de dibujo me rompió una lámina argumentando que me la había hecho mi padre, cuando lo cierto es que la había dibujado yo; me dijo: «Los profesores siempre tienen razón».