Uno empieza a trabajar de periodista sin serlo. Se ejerce de aprendiz durante muchos años, y con el tiempo se adquieren las herramientas y la mundología para, a partir de los datos fiables, comprender, de forma subjetiva, el mundo cercano que nos rodea. Entonces, con la buena intención del juego limpio, el periodista desarrolla el oficio de intermediario entre los ciudadanos y su derecho a la información.
Me dan una cierta envidia los maestros, me refiero a los de Finlandia. Allí es un oficio respetado, exigente, importante porque «cuidan del principal tesoro del país» (Xavier Melgarejo). Me gustaría que a los periodistas se les tratara igual, porque también trabajan con material sensible. No se trata de una reivindicación porque en este oficio no haya horarios, se trabaje mucho y casi nadie se haga rico y debamos responder a quejas por lo que hemos escrito. Reivindico una mejor valoración de los periodistas porque su oficio va a ser fundamental en este cambio de época, tras el desplome de los soportes tradicionales y el nacimiento de un mundo conectado en red.
A veces parece que el medio es el mensaje, sin embargo la fiabilidad del mensaje seguirá siendo lo más importante. Los ciudadanos necesitamos conocer y comprender lo que sucede a partir de datos fiables y de interpretaciones honestas. Más allá de las pequeñas batallitas, del qué hay de lo mío permanente de muchos políticos, los periodistas, incluso los que están en el paro, antes de arrepentirnos de no haber estudiado Pedagogía en Finlandia, debemos exigirnos un ejercicio honesto de un oficio viejo, que, transformado por la técnica, sigue siendo imprescindible.
Hace años, uno que sabía juntar cuatro letras, podía ejercer de periodista. Hoy, más importante que la técnica, sigue siendo la función, con el punto de mira puesto en los demás y en el espacio común que compartimos.