A principios de los años treinta del siglo XX se inició en el Instituto Tuskegge de Alabama un estudio clínico sobre la incidencia de la sífilis entre la población del condado de Macon. Los investigadores reclutaron cuatrocientos hombres afroamericanos enfermos de sífilis, en su mayoría analfabetos, con el pretexto de mejorar su salud. Les prometieron tratamiento médico gratuito, transporte a la clínica, comida y un seguro de sepelio en caso de fallecimiento. Sin embargo, la verdadera finalidad de los médicos era investigar las diferentes etapas de desarrollo de la patología para «beneficio de la humanidad». Por tal motivo, no les administraron tratamiento alguno a pesar de la eficacia probada de la penicilina. Cuarenta años más tarde, la opinión pública estadounidense tuvo conocimiento de las atrocidades que se habían cometido en el Instituto. Cuando se ordenó la finalización del estudio, apenas había setenta supervivientes. Veintiocho hombres habían muerto de sífilis, otro centenar de complicaciones relacionadas con dicha enfermedad, al menos cuarenta esposas se habían contagiado y diecinueve niños habían nacido con sífilis congénita.
La reacción no se hizo esperar. Dos años más tarde, el Congreso de los Estados Unidos creó una Comisión cuyo objetivo fue desarrollar un debate acerca de la investigación con seres humanos y formular unos principios que inspiraran la legislación y la conducta de los profesionales. Por esta razón, se integraron en la citada Comisión personas de muy distinta procedencia y sensibilidad, incluyendo filósofos, teólogos y juristas. Después de cuatro años de estudio y deliberación, la Comisión publicó en 1978 el conocido «Informe Belmont» que establecía las directrices que debían guiar la investigación con seres humanos. El Informe concluía que este tipo de investigaciones debían examinarse según el grado de cumplimiento de tres principios fundamentales: 1) el principio de respeto por las personas que supone el reconocimiento de la autonomía del individuo para la toma de decisiones en el ámbito de su salud; 2) el principio de beneficencia que supone la búsqueda del mejor interés del paciente; y 3) el principio de justicia que hace referencia a la necesidad de distribuir de manera igualitaria y equitativa las cargas y beneficios de una investigación.
Durante la segunda mitad del siglo XX se ha producido un desarrollo extraordinario de la Medicina. En apenas unas décadas, hemos asistido al primer trasplante de corazón, el nacimiento del primer «bebé probeta», el descubrimiento del genoma humano o las primeras terapias con células madre. Este progreso ha ayudado a la curación de enfermedades, la mejora de salud y al aumento de la esperanza y calidad de vida. Sin embargo, al mismo tiempo que las posibilidades de la Medicina y la Biotecnología han ido aumentando, ha surgido la necesidad de desarrollar un debate sobre sus implicaciones éticas. En esta tesitura, nació la Bioética, un nuevo saber que –como dijo el oncólogo estadounidense Van Rensselaer Potter en 1971- debía ser un «puente» entre las dos culturas, la de las ciencias y la de las humanidades. Esta joven disciplina ha captado la atención de muchas personas pues analiza, en definitiva, cuestiones directamente relacionadas con nuestra forma de vivir y morir. ¿A quién no le interesa el aborto, la eutanasia o la investigación con embriones humanos? Ciertamente, se trata de temas de especial complejidad en los que resulta muy difícil alcanzar acuerdos debido a la diversidad de puntos de vista existentes en una sociedad plural. Sin embargo, la Bioética puede ayudarnos a construir un lenguaje común cuya validez universal no exige remisión alguna a una determinada moral.
El experimento de Tuskegge demuestra hasta qué punto es necesario reflexionar sobre los límites de toda investigación que afecte a seres humanos. El bienestar de la persona debe ser prioritario respecto al interés exclusivo de la ciencia o de la sociedad. No podemos olvidar que, en definitiva, está en juego nuestra dignidad que –como decía el filósofo Kant- es «algo que se ubica por encima de todo precio y, por lo tanto, no admite nada equivalente».