En estos días tardo estivales en los que uno desearía pasar el tiempo leyendo novelas o paseando per sa vorera, resulta difícil evadirse de las hondas preocupaciones que suscita la situación política, tanto la doméstica como la geoestratégica mundial. Ni siquiera la placidez de las recientes fiestas de Gracia, la limpieza suiza de la ciudad al día siguiente, ni el merecido y sosegado deleite de las calas y playas de nuestra Isla, vetado más de un mes por la lógica turística, ni las siempre reconfortantes derrotas del Real Madrid, logran ahuyentar los nubarrones cuya lobreguez traspasa las hojas del ullastre y empapa las neuronas de una melancolía pesarosa y compungida.
Atemperado que no resuelto el conflicto en Ucrania, tenemos por una parte, el llamado desde Madrit «desafío soberanista», o quizás con más propiedad, el órdago democrático lanzado por buena parte de la sociedad catalana -no solo por los denostados nacionalistas-, que pone en un brete la estabilidad política y social de nuestro país de países, y por otra, la escalada violenta del yihadismo suní, constituido en un aterrador Estado Islámico que amenaza la seguridad de Occidente, es decir, de nosotros mismos, que lo tenemos a la vuelta de la esquina.
Se trata de asuntos endiabladamente complejos y que generan intrincados dilemas, político en el caso catalán, y moral, además de geoestratégico, el del llamado Estado Islámico. Así, los catalanes plantean un problema que no es nuevo en los países democráticos, tanto que cuando salgan estas líneas, el pueblo escocés ya habrá votado sobre una hipotética secesión del Reino Unido, pero que dada su gravedad (no es baladí querer romper la unidad de un país que lleva siglos unido), provoca un profundo dilema político a la vez que un cisma social. Pero en ningún caso se trata de un dilema moral ni mucho menos esencialista (la unidad de la patria o la constitución pueden ser beneficiosas o convenientes, pero no sagradas y por tanto intangibles), que en consecuencia debe ser resuelto políticamente, con diálogo y cesiones mutuas basadas en precedentes como el de Quebec o Escocia o en propuestas ad hoc como la del ex diputado del PP Herrero de Miñón (tope fiscal y blindaje de competencias lingüístico-culturales en Cataluña). Diálogo y soluciones políticas, no meramente jurídicas ni mucho menos penales ni sermones morales.
El caso yihadista tiene poco que ver con la política ni con la traída y llevada desigualdad ni con el famoso choque de civilizaciones, ni con agravios seculares, sino con una confrontación cruda y llana entre civilización y barbarie. No hay diálogo ni transacción política posible con quienes hacen del terror, ferocidad y la crueldad extrema su bandera para intimidar primero a sus rivales teológico-tribales, los chiitas, y por extensión al resto del mundo, enemigo de su fanatizada concepción teocrática de la sociedad. No hay más ideología detrás que la sinrazón de un retorno universal al Medioevo en el que un puro califato islámico irradiaría su refulgente luz y mucho me temo que no haya otro antídoto que la fuerza mancomunada de una gran coalición internacional que ponga freno a la barbarie.
Estamos pues ante un dilema geoestratégico, intervenir militarmente, pese a sus previsibles efectos colaterales, acción / reacción, pero también ante el dilema moral que no se plantean los yihadistas pero sí el mundo occidental, el de legitimar o no la violencia para dirimir conflictos, debate que perdió el trío de las Azores por su caprichosa e injustificada invasión de Iraq (ni había armas de destrucción masiva ni operaba allí Al Qaeda), pero que no dudo ganaría ahora la todavía non nata coalición internacional bajo el inevitable liderazgo estadounidense, si Obama orilla de una vez sus pertinaces dudas, la Unión Europea su tradicional tibieza (en España hemos pasado del belicoso entusiasmo de Aznar al inane buenismo de Zapatero y ahora a la crónica inacción de Rajoy) y los países del Golfo Pérsico su ambigüedad.
Así, entre zozobras, transcurre un septiembre climatológicamente bonancible en el que en el ámbito local seguimos trasegando con el asunto de las rotondas, mientras los trogloditas de Talavera siguen alanceando toros en nombre de la Tradición (con mayúsculas, porque la consideran sagrada), Emili de Balanzó publica un bellísimo artículo en «Es Diari» sobre la metamorfosis de las ciudades, y rompe su silencio de lustros el escritor checo Milan Kundera para decirnos que al fin y al cabo la vida no es más que la fiesta de la insignificancia, conclusión tan cierta como escasamente consoladora para las familias de los rehenes decapitados por el siniestro yihadismo.