El brutal atentado yihadista en París contra el semanario «Charlie Hebdo» ha abierto muchos debates en Europa. Nos hemos hecho eco de dos de ellos, el que se refiere a la identidad, respeto y convivencia y otro, sobre los límites de la libertad de expresión. Son dos debates candentes, pero queda un tercero, que flota igualmente en la opinión pública: el de la libertad de culto, posible para los musulmanes en la Europa de raíces cristianas e imposible para los cristianos en numerosos países islámicos.
Y el problema de fondo que subyace es obvio: sin proporcionalidad, es muy difícil el entendimiento. La proporcionalidad en la libertad de culto es, precisamente, la cuestión más espinosa que las autoridades políticas temen plantear y es, paralelamente, uno de los antídotos para frenar el fanatismo religioso -islamista, yihadista, en este caso- y lanzar un dardo al corazón del problema.
Los ministros europeos de Interior y de Estados Unidos se reunieron en el Palacio del Elíseo para dar un paso al frente en la lucha contra el terrorismo yihadista, pero todo lo limitan al control de las fronteras, al cruce de datos sobre yihadistas conocidos y a una mayor colaboración de los servicios de seguridad e inteligencia de los países. De lo otro, la libertad de culto, nada.
Es evidente que cualquier avance en la proporcionalidad respecto a la libertad de culto choca con el propio juego de alianzas internacionales, sobre todo por razones económicas y geoestratégicas (el petróleo es mucho petróleo). Para la opinión pública internacional carece de trascendencia que un joven mauritano sea condenado a muerte por apostasía (una barbaridad ) o que en Abu Dabhi se condene a morir lapidada a una sirvienta embarazada por adultera. El problema de fondo se mide en petrodólares y está, fundamentalmente, en los países del Golfo Pérsico, con monarquías autoritarias en las que se confunde lo político y lo religioso y la libertad de culto es un espejismo.
En esos países, el islam es la religión del Estado. Pero ningún país occidental se plantea exigirles el mismo trato -en cuestión de derechos y libertades- que dan los países occidentales a los ciudadanos cuya procedencia son esos mismos países. No sólo eso: es fundamentalmente de esos países de donde proceden los fondos para construir mezquitas en Europa, cuando está prohibido construir en ellos templos cristianos. La desigualdad, la falta de proporcionalidad, es nítida.
Hasta en 13 países islámicos, como en Qatar, la apostasía está penada con la condena a muerte. En Bahrein, entre otros países, está prohibida por ley la conversión de un musulmán a otra fe religiosa. En Arabia Saudí no se tolera la presencia externa de ningún símbolo cristiano (la cruz, por ejemplo, no digamos ya un templo). En Kuwait, para casarse, es necesario convertirse al islam. Y en todos los países, en fin, de mayoría musulmana, desde Marruecos a Indonesia, la presión es enorme contra otra cualquier religión que no sea la islámica.
Es esclarecedor, en este sentido, el discurso del Papa , antes de partir hacia Sri Lanka y Filipinas, ante el cuerpo diplomático acreditado en la Santa Sede. El Papa Francisco ha denunciado que el fundamentalismo religioso, no sólo «descarta» a los seres humanos con sus «horribles matanzas», sino «a Dios mismo, relegándolo a una mera excusa ideológica» y ha vuelto a pedir a los líderes religiosos, políticos e intelectuales, «especialmente a los musulmanes», que condenen toda interpretación extremista de la religión.