A Manolo González Gálvez.
Los paisajes, rara vez, como en los bellísimos óleos de Ana Carreras, carecen de figuras. Hasta tal punto que al reconstruirlos mentalmente, las figuras están ahí. Cuando éstas desaparecen, los paisajes pasan a ser otros. «Nunca vuelvas a aquel lugar donde fuiste feliz», proclamó Sabina… Punta Prima no es la excepción. No existe una, sino infinitas. Una por cada persona que la ha saboreado. La tuya ha ido perdiendo esas figuras de las que hablabas: tu padre y tu madre que, con su primer coche, un seat 850, desembarcaron en ella un día, sintiéndose seres afortunados, redondeando la faena con almuerzo en restaurante y combinando platos con cálculos sobre a cuánto ascendería la factura… Tenías once años. Y tu padre, sueldo de maestro. Con el tiempo tu padre desapareció de la playa y de tu vida y luego tu madre e incluso Roig. De esa playa a la que vuelves, ajeno al poeta… El lugar ha ido quedándose huérfano… Ya no deambula por sus calles, con sombrero de ala ancha, Mateo Seguí, verdadero segundo padre que te metió en el Menorca y te indujo a amarlo y que imperturbablemente te quiso y te enseñó como a un hijo. De él recibiste sabios consejos que te abocaban a la tolerancia, a la bondad, al perdón, al centrismo político, a la moderación… Y eso que, quien te lo sugería, había vivido una guerra civil que acabó en un tiempo, pero también en ese otro tiempo suyo, cuyo tic-tac residía en un corazón en el que el revanchismo y el odio (tan imperturbables en este país) nunca tuvieron cabida… Y LLorenç Hernández y su bonhomía, con su baño matutino y su sabiduría a cuestas…Y, apenas hace unos días, se te fue Manolo González, un hombre que amaba la vida, que transmitía vitalidad, que te regalaba su amistad sin contraprestaciones… Esperas que, para todos ellos, el cielo se asemeje mucho a la Punta Prima compartida…
2 Esa es la verdad que ya denunciaron los poetas: la fugacidad de los seres y la inmutabilidad de los decorados. Manrique lo plasmó en sus Coplas («No se engañe nadie, no/ pensando que ha de durar/lo que espera/más que duró lo que vio…») y Juan Ramón Jiménez en su «El viaje definitivo» («Y yo me iré (…) Y se quedará mi huerto con su verde árbol,/y con su pozo blanco»). Los transeúntes de tu/su playa lo supieron y por eso hicieron del hecho de vivir acto de decencia…
Desde el espacio –dicen- la tierra no es más que un insignificante punto azul. La muerte y esa pequeñez deberían empujaros a la reflexión. Por lo menos a todos aquellos que dejan embriagarse por el poder o por la riqueza o por ambas a la vez. Porque, a la postre, no son más que insignificantes motas de polvo en ese, sí, puntito azul. Y su relevancia, ignorancia. Puede que para el empresario acaudalado, insolidario con el drama humano ajeno, le sorprendiera un día que la muerte le visitara de improviso y constatara, en un instante, que no cabía en las alforjas últimas ni el bolígrafo con el que firmaba en su talonario… O puede que el orgullo de un primer ministro se desmenuzara ante un diagnóstico médico adverso… Habéis causado mucho daño por haberos creído eternos. Admitir que la partida es insoslayable e imprevisible debería haceros bajar del pedestal y constatar que, a fin de cuentas, nadie es propietario de nada… Y que todos los paisajes acaban perdiendo sus figuras… De ahí probablemente nacería un cambio de rumbo y una apuesta, decidida, por la humildad y la solidaridad. La muerte tiene eso de positivo: es maestra de vida, para quien está dispuesto a escucharla.
Ellos, tus figuras de tu Punta Prima (Mateo, Manolo, Llorenç y…) supieron entenderlo. No ocuparon poltronas. Fueron maestros, en su sentido estricto o de hecho. Y entendieron que se irían, más o menos como todos, mientras seguiría ahí el paisaje. Por eso hicieron –repites- de su vida algo digno. Pero cuando, desoyendo a Sabina, regresas a Punta Prima, los sigues viendo, redivivos, agradecido. Y susurras sus nombres que son, entonces, casi, casi, una oración…