El niño de seis años de Girona enfermo de difteria, contra la cual no había sido vacunado por decisión de sus padres, murió el pasado sábado en el hospital de Vall d'Hebron, Barcelona. Ha sido el primer caso que se diagnostica en España en los últimos 28 años de esta grave enfermedad infecciosa, que como otras había sido prácticamente erradicada con las campañas de vacunación masiva de la población infantil, ya que está incluida en los calendarios de vacunación de la sanidad pública en todas las comunidades autónomas. Me puedo imaginar el profundo sentimiento de culpa que debe embargar ahora a esos padres, que por propia voluntad y convencidos por las corrientes antivacunas que han surgido en los últimos años, decidieron correr un riesgo que finalmente ha acabado con la vida de su pequeño.
La noticia ha tenido una gran repercusión no solo en los medios nacionales sino también fuera de nuestras fronteras, ya que los movimientos antivacunación ponen en jaque los esfuerzos realizados durante años por la comunidad médica y científica y en países como Estados Unidos ya se alerta de que estamos ante una nueva crisis para la salud pública.
Esas corrientes críticas se escudan en el riesgo, pequeño pero nunca descartable al cien por cien, de los posibles efectos secundarios de una vacuna, y en el argumento del negocio que suponen éstas para las grandes compañías farmacéuticas. Pero lo que es incuestionable -y no hay que ser científico para ello-, es que el sarampión, las paperas o la poliomelitis que antes afectaban a los niños se han podido casi eliminar gracias a esas campañas, y que negarlo es como jugar a una ruleta rusa con tus propios hijos. Hace falta una información responsable para las familias y no echar por tierra lo logrado en todos estos años.