A la justicia no le sienta bien el verano. A veces, tampoco el invierno, el otoño ni la primavera. De hecho, en ocasiones uno no sabe muy bien por dónde tomarse a la justicia y acaba haciéndolo por su propia mano. Ocurre, que la justicia de tanto en tanto es ciega, es muda, es sorda, es vieja, es cascarrabias y, en definitiva, es más injusta que justa.
La justicia es demasiado presumida y trata de encajar siempre en unos mismos vestidos tallados con un margen de error tan minúsculo que en lugar de ver las cosas con perspectiva se obscena en un «sí» o un «no» lapidario. O me cabe o no me cabe. Y con ello, la justicia nos parece casposa, desfasada, antigua y obsoleta. «Inútil», llegará a decir más de uno.
¡Ojo! La justicia es, ante todo, necesaria. Rige de árbitro en una sociedad donde el individuo se ha vuelto más egoísta que nunca y requiere de alguien que le pare los pies cuando se excede. Conviene, también, que esa necesidad real no se le suba a la cabeza y deje espacio a su vera para la empatía y, sobre todo, la racionalidad, aquella ventaja cognitiva que tuvo a bien regalarnos la propia evolución como especie y que nos diferencia de los animales. La misma que a cualquier persona, excepto al juez de turno, le haría dudar en el caso del menorquín Joan Cardona, acusado de agresión sexual cuando todos los indicios apuntan a que no fue él.
Es en casos como éste en los que ponemos en pie de duda la labor de la justicia. Igual que cuando un «defecto de forma» condiciona un veredicto, un asesino es puesto en libertad por la «contaminación de evidencias» o un agresor con antecedentes y un sinfín de pruebas en contra se escapa vilmente de su castigo casi por antojo del propio juez. Situaciones en las que la justicia, como comentaba amigo lector, nos parece cualquier cosa menos justa. Una hija de la gran... injusticia. Para ser exactos.
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