Lunes, doce del mediodía, después de un chaparrón de verano; el letrero que indica la situación de los parkings de las playas de Ciutadella parpadea con la palabra «lleno» en color rojo y Cala en Turqueta ya está al completo. En la carretera general el tráfico es pesadísimo, no solo por el número de coches, sino porque hay conductores que o bien se duermen contemplando el paisaje, o bien corren como si llegaran tarde aunque estén de vacaciones, o bien juegan al despiste con los intermitentes. Agosto, agosto, repito como un mantra. Me detengo en la más internacional tienda de calzado de Ferreries, otro parking lleno. ¿Me he perdido algo? ¿Alguna promoción? Pues no, los precios aún no son lo suficientemente 'outlet' para mis posibles, sin embargo ¡hay cola en la caja! En el otro lado de la Isla basta un cielo cubierto para que el centro de Maó se convierta en un hormiguero, y si programan hacer la compra cuando creen que el resto de los mortales hace la siesta, volverán a darse con agosto en las narices, porque ahí estará todo el mundo, luchando para pesar la fruta.
Esta es la semana de máxima presión humana. Pero bueno ¿no es esto lo que queríamos, lo que necesitábamos? ¿No es por lo que nos hemos lamentado todos estos años de crisis en los que no venía ni el Tato, por los aviones, las hipotecas o porque se iban a Túnez? Es cierto que cuesta ser paciente, pero cada temporada sucede igual, esa presión se va desinflando y, siempre, después de agosto, llega ese maravilloso languidecer del largo verano y los comienzos de un otoño en el que las playas, las calles, las tiendas, vuelven a estar a nuestra entera disposición. Entonces, qué queremos, que los turistas nos envíen su dinero por transferencia, sin hollar las calas o disfrutar del destino. Y aún más, ¿seríamos capaces de desestacionalizar y convivir con un flujo repartido pero constante de senderistas, cicloturistas u observadores de pájaros o talayots? A juzgar por el nivel de tolerancia hacia agosto, las dudas son razonables.