No se puede abandonar Eslovenia sin visitar el bucólico lago de Bled en el norte del país, con su famosa isola frente a la que el mariscal Tito pasaba sus veranos en el agazapado palacio de Belvedere. Vamos en góndola a la isla para visitar su torre veneciana y la iglesia y escuchar los ecos de su leyenda de lugar de peregrinación de adoradores de Ziva, diosa del amor y la fertilidad. Hoy día es un foco de atracción turística como lo prueba la presencia de grupos de japoneses que, lejos de extasiarse con lo que desde la isla parece el tiempo detenido, se limitan a hacerse un selfie tras otro. También visitamos el castillo situado en la cima de un acantilado desde donde la contemplación de la pequeña isla rodeada de aguas teñidas del verde de la vegetación es un espectáculo majestuoso para el viajero sensible.
Añoranza de Liubliana, ciudad armoniosa, bella y pacífica, al ingresar en el caos circulatorio italiano de Trieste donde el mismísimo GPS emite datos contradictorios que acabamos eliminando para guiarnos por la intuición. La recepcionista del suntuoso hotel Savoia (a veces las agencias de viajes te ofrecen agradables sorpresas) nos advierte irónicamente que cuidemos nuestras pertenencias, ¡Estamos en Italia!, añadiendo más leña al fuego de nuestra orfandad maletera. Y tampoco encontramos aquí interlocutores en castellano ni periódicos españoles ni por supuesto nuestra maleta. Pregunto tímidamente si alguien habla catalán, pero nadie sonríe. No creo que sepan que ayer fue la Diada ni la que está cociendo en la para ellos lejana y exótica España. Intento chapurrear el italiano pero es peor el remedio que la enfermedad y acabamos echando mano del inglés.
Trieste, con su nutrida herencia romana, presenta un notable interés cultural. Ciudad de transición entre Italia y el antiguo imperio austrohúngaro del que formó parte hasta los inicios del siglo XX, fue cuna del psicoanálisis de Freud, cuyas teorías tuvieron amplio eco en una ciudad abierta a la cultura europea. Pero es que además, sus calles vieron deambular a escritores de postín como el triestino Italo Svevo, el poeta Umberto Saba y sobre todos ellos, la huella inmarcesible del escritor irlandés James Joyce, presente en varios puntos de la ciudad que seguimos con fervor religioso, muy especialmente el café degli Specchi, en un lugar de honor de la inmensa y un tanto pomposa piazza dell' Unità s'Italia, un lugar ideal para el vermut del mediodía o el gin tonic vespertino. Oteamos sin suerte en calles, plazas y cafés: no aparece Claudio Magris que debe de seguir deambulando por el Danubio…
Siendo la más oriental de las ciudades del norte de Italia es tan latina y veneciana como de alma eslava (gran parte de su población ha sido siempre de habla esloveno-croata), lo que le confiere una personalidad especial, muy atractiva para grandes personajes de la historia europea que han sabido apreciar su carácter de ciudad centroeuropea del Mare Nostrum , y a la vez la más meridional de la cultura alemana, mezcla de sensibilidades que originó la confusión entre los vencedores de la 2ª Guerra Mundial que acabaron creando el Territorio libre de Trieste, hasta que en 1954 Italia y Yugoslavia decidieron repartírselo.
No vale la pena perder mucho tiempo por los aledaños de un Gran Canal (pomposo nombre para una simple colàrsega), excesivamente turístico, más allá de hacerse la consabida fotografía (ahí sí) con la estatua de James Joyce, aunque sí conviene subir a la colina donde presiden el castillo de San Justo y la catedral con sus tesoros, con los mosaicos del ábside con fondo color oro como buque insignia. Ni que decir tiene que la vista desde la colina sobre la ciudad, el golfo y el altiplano es magnífica y justifica por sí sola el ascenso un tanto penoso bajo un sol de justicia.
Pero toca ya poner punto final a un viaje relajante y enriquecedor no sin pasar la prueba de fuego de encontrar el camino hacia el aeropuerto de Triste / Venecia, sin ninguna indicación hasta ¡diez kilómetros antes de la llegada! Afortunadamente nos ayudan otros conductores italianos a ventanilla bajada en los semáforos y logramos dar con el camino adecuado. ¿Estará la maleta en Trieste?, nos preguntamos, y sí pero no, como sabríamos después, al llegar a Mahón gracias a las rápidas y eficientes gestiones del empleado de Iberia Pedro Valera que la localizó, triste y sola, en la ciudad de Claudio Magris.Destinos cruzados y una constatación sorprendente: es posible viajar placenteramente con menos equipaje.