Grigori Perelman tenía diez años cuando ingresó en el Palacio de Pioneros de Leningrado. Su talento con las matemáticas había despertado el interés de este centro de elite de la antigua URSS donde se preparaban los niños más sobresalientes en las distintas ramas de conocimiento. A pesar de sus cualidades, el joven Grisha –como lo llamaban sus compañeros-, no era el mejor en las competiciones. Sin embargo, al poco tiempo se convirtió en el alumno preferido de sus profesores. Se mostraba tranquillo y callado a la hora de resolver los complejos problemas matemáticos que le planteaban. No hacía ningún cálculo en el papel. Todos los números y letras pasaban por su cabeza hasta que, como un rompecabezas, se unían para ofrecer la solución correcta. Se sentaba al fondo de la clase y nunca hablaba salvo cuando veía algún error en las demostraciones que los otros niños hacían en la pizarra. Nunca de distraía. Vivía su propio mundo regido por reglas claras y precisas que no admitían interpretaciones. En 1980 consiguió la puntuación más alta en la organización Mensa para personas con un elevado cociente intelectual. Dos años más tarde ganó una medalla de oro en la Olimpiada Internacional de Matemáticas de Budapest. Años más tarde visitó varias universidades norteamericanas. Sin embargo, a partir de 1995, se encerró en el Instituto Steklov con una idea prodigiosa: intentar resolver uno de los siete problemas del milenio, la conjetura de Poincaré. Tras largos años de estudio, lo consiguió. La comunidad científica se rindió a sus pies. Le ofrecieron la medalla Fields, considerada el Nobel de las Matemáticas. El Instituto Clay de Matemáticas quería recompensarle con un premio de un millón de dólares. Grigori rechazó todos los premios, reconocimientos y entrevistas. «Todo el mundo entenderá que, si la demostración es correcta, entonces no se necesita ningún otro reconocimiento», dijo a los medios de comunicación. Desde entonces, vive alejado de los focos. Su única preocupación es cuidar a su madre en una pequeña casa de un barrio dormitorio del sur de San Petersburgo. Muchos lo consideran el mejor matemático del siglo XXI al abrir nuevos campos de investigación cuyas aplicaciones todavía desconocemos por completo.
¿Cómo es posible que Grigori Perelman resolviera uno de los problemas del milenio? ¿Qué le hacía diferente del resto de personas? ¿Cómo se forja un genio? Cada cierto tiempo una persona, dotada de cualidades excepcionales, consigue un logro sin precedentes, creativo y original. Es cierto que todo el mundo quiere lograr la excelencia. Sin embargo, ¿por qué solo lo consiguen unos pocos? Algunos estudios afirman que los genios presentan cinco características. En primer lugar, se trata de personas curiosas e impulsivas pues solo mediante la investigación de nuevos campos se pueden lograr descubrimientos inauditos. En segundo lugar, se trata de personas dedicadas completamente a su especialidad que están pensando continuamente en trabajar hasta el punto de llevar su pasión hasta el límite. En tercer lugar, han desarrollado un espíritu crítico con su trabajo lo que exige emplear mucho tiempo en reflexionar acerca de sus objetivos y del éxito obtenido. En cuarto lugar, se trata de personas sacrificadas, solitarias, neuróticas y en muchas ocasiones egoístas pues su trabajo implica un enorme esfuerzo que merma sus relaciones sociales. Y, en quinto lugar, se mueven por la pasión, una especie de fuerza interior que les impulsa hacia la excelencia más allá de cualquier otra recompensa exterior que puedan recibir.
Muchos de los genios que van a cambiar nuestra forma de vida en el futuro están ahora en las escuelas. Algunos de esos niños tímidos, solitarios, que no encajan del todo en el grupo, descubrirán dentro de años la curación del alzheimer, el párkinson u otras enfermedades degenerativas. Otros idearán naves espaciales que nos permitan viajar a Marte. Otros pensarán formas de participación ciudadana que mejoren nuestra percepción de la democracia. Otros idearán mecanismos de cooperación internacional que aseguren la paz duradera. Otros crearán melodías que nos hagan reflexionar sobre el sentido de la vida. Y otros pintarán cuadros que nos ayuden a olvidar que somos una minúscula parte del universo. Debemos apoyar a esos genios que serán capaces de alcanzar lo que nadie más puede ver en este momento. Y, quizá, la mejor manera es no dejar que esos niños pierdan la inquietud, la creatividad y las ganas de preguntarse el por qué de las cosas. Ya lo decía el escritor Aldous Huxley: «El secreto de la genialidad es el de conservar el espíritu del niño hasta la vejez, lo cual quiere decir nunca perder el entusiasmo».