Andaba yo dando mis primeros pasos en la cobertura de campañas electorales, aún en periodo de prácticas, cuando me sugirieron plantear al candidato de turno la pregunta del millón «¿se convertirá el Senado en una auténtica cámara de representación territorial?». Desde entonces, y ha llovido, cada cuatro años se repite el mismo debate, pero lo cierto es que no se realizan muchas encuestas, que yo sepa, de intención de voto a la Cámara Alta, donde los parlamentarios se siguen agrupando por afinidad e intereses de partido. La impresión de la mayoría de los ciudadanos es que la vida transcurre plácida para los senadores -sobre todo para los expresidentes autonómicos que ahora pasean por Madrid-, solo mejorable por el chollo del Parlamento Europeo, donde se cobra más y se está aún más lejos.
Pero como en todo, nunca es bueno generalizar; los parlamentarios útiles trabajan en cualquier cámara, preparando iniciativas, enmiendas o las intervenciones que se permitan a un político de provincias, mientras que los inútiles bostezan o se escaquean estén donde estén, en lo público y en lo privado.
La discusión sobre el Senado parece que se está agotando. Ciudadanos plantea ahora su supresión y hay quien empieza a pensar que a lo mejor no está tan mal, al fin y al cabo es una cámara de relectura de las leyes que llegan de las Cortes. Un Congreso que se mueve entre lo que manda Europa y lo que cede a los gobiernos autonómicos ¿dará más poder al Senado?
Algunas fuerzas políticas apuestan por seguir buscando esa reforma pendiente y otras empiezan a hablar de una transición 40 años después de iniciar la primera. Poco tiempo es ese en historia y lo cierto es que, teniendo en cuenta lo que costó llegar hasta aquí, da miedo iniciar un viaje sin saber bien el destino.