Tendría yo unos doce o trece años cuando acompañé a mi abuelo a una dehesa de Colmenar Viejo, en la sierra madrileña, donde había toros bravos y una especie de tentadero por el que circulamos no sin cierto desasosiego por mi parte. El caso es que en un momento dado, ante un inquietante ruido, la imaginación me traicionó y creí que estaba compartiendo recinto con uno de esos animalillos tan irascibles. Desde ese momento -y hasta la fecha- los astados me producen el suficiente canguelo como para afirmar con indisimulada convicción que: Para torero no valgo.
Con la misma firmeza confieso ahora solemnemente ante ustedes que para candidato a presidente tampoco valgo. Y no solo porque no sabría muy bien como entablar desigual batalla contra los que de verdad ostentan el poder (me huelo, como ya he compartido con ustedes en otras ocasiones, que sean éstos los dineros con mayúscula, y que los presidentes no sean otra cosa que diligentes capataces), sino que además, y esto es lo más grave, porque soy vergonzoso.
Sí, a mí me daría una vergüenza terrible sostener hoy lo contrario que sostuve hace diez horas. Para esto si que hay que valer.
Por ejemplo, si yo fuera Antonio Baños de la CUP, no sabría dónde meterme cuando mi hijo me preguntara:
- Papá, ¿es verdad lo que me han dicho en el cole?
- ¿Qué te han dicho cariño?
- Que presentaste tu dimisión cuando tu grupo votó lo mismo que habías asegurado que votarías tú aunque te presionaran hasta la tortura porque eras muy auténtico; que luego revocaste tu dimisión cuando al final tu grupo traicionó por fin vuestros principios.
Seguramente Baños no se sintiera avergonzado ante su hijo, sino que daría treinta vueltas al asunto hasta que, de puro arrugada, la cosa pareciera congruente. Y es que para eso hay que valer.
Óscar López no se presenta a presidente del gobierno, por el momento se siente contento con su puesto de portavoz del PSOE en el Senado, que no debe estar mal después de todo, pero aún así apunta maneras. Hay que tener coraje para saltar al ruedo a sostener que la cesión de cuatro senadores no obedece más que a la caridad cristiana.
A mí (y con toda seguridad a ti también, querido lector), nos tendrían que inyectar metanfetamina por un tubo antes de que tuviéramos el valor suficiente para hacer ese papelón ante toda una nación, que si bien contará seguramente con bolsas de cretinos capaces de tragar con lo que les echen, incluirá también numerosos grupos de personas que mantengan el raciocinio operativo.
Esta admiración que siento no se limita a López y Baños, no. Me tienen también cautivo por el asombro casi el resto de candidatos. Rajoy ya no tiene que demostrar nada en este sentido. Ya hizo lo contrario de lo prometido, ya negó no tres, sino treinta veces a aquél Luis que debía ser fuerte, ya puso cara de póquer con aplomo ante tantas evidencias como iban llegando. Él sí que vale.
Y ¿qué me dicen de Iglesias y Sánchez? Maestros, oiga, del digo Diego. Me quito el sombrero. El que vale, vale.
Confieso que tuve aspiraciones a ser candidato. Incluso seguí un curso a distancia para adquirir desparpajo en el asunto de no sufrir vergüenza por desdecirme, y adquirir paralelamente la habilidad de responder a las preguntas sin necesidad de responder a las preguntas, pero a las pocas semanas comprendí que la tarea sería descomunal y me descorazoné. El que no vale, no vale.
Hay que aceptarlo, me toca conformarme con el cargo de contribuyente. Será mi manera de pertenecer por fin a un club repleto de miembros (si no todos, como rezaba la engañosa publicidad, al menos Hacienda somos muchos y sin duda lo suficientemente pringados como para lubricar la máquina, que da para pagar candidatos e incluso para mantener bien alimentado al decorativo Senado).
De manera que por timorato perdí dos carreras de lo más prometedoras. Y en verdad no me arrepiento, no sé si pasaría más miedo ante un miura o vergüenza ante una declaración de principios en debate de investidura.