Tienen los periodistas un interés legítimo para acceder a los documentos públicos? Parece evidente que la respuesta debería ser que sí. Nuestra profesión consiste en ejercer de intermediarios para dar respuesta al derecho a la información de los ciudadanos. Sin embargo este acceso está lleno de obstáculos. Los ayuntamientos se acostumbran a denegar la consulta de expedientes porque temen incumplir la ley de protección de datos. Los registros de la propiedad son otro ejemplo evidente. Las copias de las inscripciones aparecen llenas de manchas de típex borrando datos, entre los que se incluye el valor económico de las operaciones inmobiliarias. Cada vez es más difícil seguir la pista del dinero. Trabajos periodísticos de investigación como el realizado por David Marquès en el caso Nerer son cada día más difíciles y tienen mayor mérito.
Y lo más curioso es que todos estos obstáculos se producen cuando la transparencia se ha convertido en un eslogan político. Entre lo transparente -nada y menos en política puede ser totalmente cristalino- y lo opaco debería existir un término medio suficiente para una buena salud democrática. Hoy gana por goleada la protección de datos (siempre beneficia a quien oculta algo) que el derecho a la información de los ciudadanos. La ley no debería limitar el acceso a los documentos por parte de los periodistas, sino en cualquier caso sancionar un mal uso de la información conseguida.
En la transición, un periodista tenía una cierta «autoridad» para pedir un expediente y un político demócrata reciente se guardaba mucho de impedírselo. Hoy la transparencia es publicar cuánto dinero tiene en la cuenta un político un día determinado, lo que sin duda es una invasión de su intimidad. En cambio si un periodista pide consultar un expediente, casi todos los cargos públicos piensan en cómo evitarlo y en los problemas legales que le puede acarrear. Son las leyes, cada vez más frecuentes, que limitan las libertades. La antitransparencia.