No sonreía como antes. Había perdido parte de la espontaneidad familiar pese a que su carácter, fundamentalmente reservado, le alejaba siempre del liderazgo por el que pugnan chichos y chicas integrantes de los grupos de adolescentes desde antes, incluso, de alcanzar la pubertad reservándole la posición más discreta.
Sin razones que tengan un componente lógico, un día fue el blanco de una broma pesada a la que no supo responder con suficiente ingenio. Su reacción de enfado fue el principio del calvario que soporta en silencio.
Poco a poco se ha aislado en clase, en los pasillos, en el patio, en la calle... porque incluso los que eran sus mejores amigos temen la reacción de los más fuertes y le dejan de lado. Le toca aguantar la macabra diversión diaria de aquellos con empujones, insultos, burlas y menosprecios.
Décadas atrás no se hablaba de acoso escolar ni de bulling, pero existía, claro que existía. Si tenías un par de bemoles resolvías la cuestión en el descampado y te hacías respetar mientras el profesorado no se enteraba y si lo hacía, miraba hacia otro lado.
Hoy, pese a que los centros cuentan con orientadores, psicólogos, pedagogos o inspectores, el acoso escolar es una pandemia reconocida que origina sufrimiento y traumas. Es una barbaridad desde cualquier consideración.
Debe ser el propio centro educativo el que admita el caso de maltrato, sin tapujos ni requiebros, como primer paso para solucionarlo a partir de un protocolo básico consensuado por los profesionales. Un padre está perdido porque difícilmente reaccionará con objetividad ante el mal que provocan en su hijo. La prevención, en todo caso, pasa por la educación, estructurada a partir del respeto. Todo con tal de evitar una crueldad que es intolerable.