Seguro que la mayoría de ustedes, queridos lectores, ha perdido algunos ratos de su vida usando Google Earth, hay que reconocer que el programa engancha. Lo primero que solemos buscar es nuestra casa, nuestro entorno, usarlo aquí en nuestra Menorca es una pasada, es como un vuelo a vista de dron. Después nos dedicamos a buscar los lugares más famosos o emblemáticos del mundo, nos damos una vuelta por la Torre Eiffel o el Taj Mahal. El siguiente paso es irnos hacia sitios remotos o exóticos a los que seguramente nunca podremos ir, pero que fantaseamos con visitar algún día, alguna isla del Pacifico o una vuelta por las antípodas. Por último lo usamos para encontrar algún sitio al que queremos ir usando también el increíble Street View. Le dé el uso que le dé a esta herramienta de Internet, el comentario que siempre surge después de un rato haciendo el voyeur por el mundo es: si con este programa, que es gratuito, podemos ver lo que vemos, imagina lo que tendrán los gobiernos para vigilarnos, no te puedes sacar un moco sin que te vean, se acabó el anonimato.
Sin embargo, y aunque parezca paradójico, en una sociedad donde estamos hiperconectados y vigilados, y donde además colgamos en Facebook, Twiter, Instagram, o cualquier otra red social, toda nuestra vida privada con detalle, podemos estar más solos que nunca. Y no me refiero a casos exóticos como los Hikikomoris japoneses, ya saben esas personas que viven aisladas en sus habitaciones sobreviviendo solo con una conexión a Internet, me refiero a personas que pueden literalmente morir solas sin que nadie se entere. Y no en países en guerra, o en las frías aguas del mar cuando se hunde el cochambroso bote con el que huyen del las bombas y la miseria, que también, me refiero a casos patrios muy cercanos.Como el de Ángela, una mujer de 52 años que vivía en Valdilecha, un pueblo que está a solo a 40 kilómetros de Madrid, estuvo muerta durante dos años en el sofá de su casa hasta que alguien la descubrió hace pocos días. Nadie la echó de menos, nadie preguntó por ella, nadie la extrañó durante muchos meses. Ningún dron la filmó, nadie la vio por Google Earth, nadie puso un me gusta en Facebook, a nadie le importaba que estuviera viva o muerta.
Pero no nos equivoquemos, estas líneas no son una ataque a las nuevas tecnologías, ya dijo el loco de Einstein aquello de que la ciencia no es buena ni mala, sino que depende del uso que le demos.
Lo que ocurre es que estamos casi siempre donde no estamos, estamos quizás chateando alguna chorrada con un tipo de Nueva Zelanda y no miramos a los ojos del que tenemos en frente. Muchas sobremesas se han convertido en una consulta en grupo a nuestros teléfonos móviles inteligentes, y eso nos hace a todos un poquito más tontos.
Aunque quizás eso de estar siempre donde no se está sea más antiguo de lo que creemos, durante siglos unos cuantos estaban empeñados en que tuviéramos la cabeza en el más allá, y fuéramos sumisos y resignados en le mas acá, decían que no nos preocupáramos por tener una mierda de vida porque lo bueno ya llegaría. A la esperanza de una vida mejor en otro mundo, en otra dimensión, algunos lo llaman cielo, otros lo llaman Internet. Mira, acabamos de conjugar sin pretenderlo ciencia y religión, a este paso explicamos lo de la Santísima Trinidad en lenguaje binario y después lo tuitaremos en 140 caracteres, vaya por dios, o por Bill Gates, yo ya fundí los 3500 de este artículo. Fue un placer este ratito en su compañía.