En mi juventud leía novelas de John le Carré, de Agatha Christie, de Frederich Forsyte, de Somerset Maughan, etc. Eran absorbentes, me enganchaban. Tramas elucubradas por mentes sagaces, fantasiosas, que permitían deslizarme por toboganes misteriosos.
Hete aquí sin embargo que comenzaron a aburrirme. Las confabulaciones sabían a tinta y a papel. Una composición sintética cuyos movimientos banales determinaban el asesino o el vencedor. Fue entonces cuando soslayé la literatura de evasión y me adentré en la supuestamente sustancial. Pero ésta me aburría todavía más. Los relatos de escritores ilustres, contemporáneos, no me enganchaban como la otra. Tampoco presentía que me cultivasen. Estuve en un tris incluso de abandonar la lectura. Entreví en buena hora que si un libro del siglo XIX se editaba, después de casi 200 años, cualquiera de ellos no sólo debía cultivarme, sino incluso cautivarme. Mi ignorancia eligió quizá la novela más enrevesada de todas: «Crimen y castigo» de Fedor Dostoievski.
Durante las primeras sesenta páginas no era solo un aburrimiento, sino que no entendía ni pío. Lo recuerdo nítidamente. Parecía que estaba leyendo el libro de un escritor, confuso, chiflado. Persistí, sin embargo, tozudamente. Sabía que debajo de aquella demencia se encontraba de manera inequívoca un tesoro. Recomencé. A paso muy lento fui percibiendo entrelíneas fosforescencias áureas. Página tras página me adentré en la mina. ¡Una gruta opaca con riquezas por doquier!
El escritor ruso se adueñó finalmente de mis neuronas hasta convertirme poco menos que en uno de los inquilinos del relato.
Este libro me abrió las puertas de par en par de otras minas auríferas. Me imbuí en la literatura decimonónica con fervor. Leí a los más afamados escritores, retrocediendo hasta la época del Siglo de Oro.
Años después, de regreso a la modernidad, seleccioné los libros con sumo cuidado. No quería repetir el fiasco de mis inicios. Fui leyéndolos uno tras otro, y no me decepcionaron. Al contrario. Estaba de todos modos ante novelistas que apenas guardaban relación con los clásicos, aunque se trataba también de estudiosos y perspicaces antropólogos.
Naturalmente se dan numerosos contrastes entre generaciones de escritores tan distantes. Llama la atención sobre todo que ambos parecen estar definiendo a seres distintos. Mientras los decimonónicos se remiten a analizar estrictamente las variadas emociones –el odio, la vileza, la osadía, la amistad, etc,.- y las reacciones del hombre, los contemporáneos tratan de desbrozar ramajes que ha instaurado la modernidad y que encubre o sesga tales emociones,... exhibidas por lo general a través de arquetipos peculiares o zozobrantes, víctimas de los espesos tiempos urbanos que corren. Se decantan en suma por analizar la contaminación que circunda, no sólo al hombre, sino también a la sociedad.
Las novelas actuales deben vencer ahora al tiempo. Tiempo habrá.