La música es inequívocamente una de nuestras gloriosas aficiones. El paso por el mundo sin ella sería incluso en algunos casos, como en el de mi amigo Diego Gómez, anodino. Un descuido inexplicable e imperdonable de Dios en su Creación.
Nuestras preferencias se pueden fraccionar en canciones que nos gustan o que sentimos. Las que nos gustan las escuchamos con complacencia, pero las que están enraizadas en el corazón tienen un voltaje superior, capaz si uno es hipertenso de tener que engullir en ocasiones un analgésico por las emociones que le invaden.
Las canciones paralelas a nuestra juventud se instalan en la base piramidal del sentimiento y resultan prácticamente indesbancables en el hit-parade de nuestras predilecciones.
Se trata de debilidades, además de auditivas, sensitivas por adherirse a ellas los recuerdos y los ardores de antaño. Estas melodías son a menudo como extremidades de nuestro propio cuerpo. A veces sus notas parecen incluso propulsar nuestros pasos, reafirmando quienes fuimos, somos ...y seremos.
Estas canciones especiales deben ser interpretadas de todos modos por un determinado intérprete. No por otro. Y, además, rizando el rizo, en un período puntual de su trayectoria artística por precisar tal versión la cronología del sueño.
Y no sólo las canciones se congelan en nuestro sentimiento, sino también los cantantes. Incluso algunos sin connotaciones de peso con las raíces musicales resultan imprescindibles en una selección histórica de nuestras devociones. En mi caso, por ejemplo, me sobreviene con Elvis Presley. Nunca formó parte del ramillete de mis iconos. Pero en su formato hawaiano logra entrar por su aura, por su mitología, por su insólita indumentaria, por la textura de su voz, por sus tablas, por el embeleso del público y por unas líricas baladas que él convierte en míticas en el santuario de mis preferencias.
Sin embargo si ahondáramos en este entramado de las sensaciones melómanas descubriríamos que los sujetos a venerar no son los intérpretes, sino los compositores. El músico y el palabrero. Ellos son los indiscutibles artífices de nuestro entusiasmo filarmónico y sin embargo a menudo muy injustamente desconocemos incluso sus nombres.
Una de las emociones precisamente que más desearía sentir antes de largarme de este mundo sería componer una canción. Poseo la letra,...pero mi ineptitud, mis carencias rítmicas y canoras, me impiden musicarla.
Ya se han dado casos de todos modos de un profano que se descuelga con una canción de aquí te espero. Totó, célebre actor italiano, sin comerlo ni beberlo, enrabietado por las calabazas de una mujer, compuso años atrás una que ha resultado ser clásica en el contexto de la música italiana: «malafemmena» (mala hembra)...Solo una.
Totó se quedó sin la mujer, pero retuvo una canción quizá más entonada que ella.
Sin la música nuestra soledad no estaría acompañada.