El otro día me asusté. Dijeron que caería lluvia con fuerte aparato eléctrico. Pensé que si el aparato eléctrico que iba a caer era tan fuerte lo menos sería una nevera. No podía ser una simple Philishave o un Turmix, que son aparatos más bien pequeños comparados con el tamaño de algunos frigoríficos, hornos, encimeras o vitro-cerámicas. Y es que incluso una lluvia de batidoras sería mortal de necesidad, mucho más perniciosa que cualquier granizada de primavera, de modo que si caían robots de cocina, televisores o lavadoras la catástrofe podría ser de órdago. Entonces recordé lo que solía decir mi amigo Paulino; solía decir: «Ojalá lluevan mujeres de espaldas». Es una clase de lluvia que nunca se llegó a dar, en vida de mi amigo, pero creo que no deberíamos perder la esperanza. Fue entonces cuando me di cuenta de la cantidad de aparatos eléctricos, comúnmente llamados electrodomésticos, que han invadido nuestros hogares. Todavía no hemos llegado a tener robots humanizados, pero al parecer estamos en ello.
En las cocinas de otros tiempos solía haber una nevera, sí, pero bajita y con una tapadera superior por donde se ponía media barra de hielo. La primera nevera eléctrica que vi la compraron en la tienda de comestibles de can Coll, delante de mi casa, y se conoce que con el transporte desde la península les llegó con una abolladura en la puerta de padre y muy señor mío. Dijeron que se la iban a cambiar, pero no sé si llegaron a hacerlo nunca. Menos mal que la nevera funcionaba igual. Era un artilugio tan fantástico que se encendía una luz cuando abrías la puerta, y Guida Coll, la tendera, aseguraba que se podía hacer helado y todo en el congelador. Entonces todos teníamos cocinas de hierro, que funcionaban quemando carbón o madera, y solíamos tener también un fogoncito de piedra, como un tiesto con un par de aberturas laterales y una parrilla superior donde igualmente había que prender fuego. La primera cocina eléctrica que trajeron a mi casa fue un regalo de Merche, una amiga catalana de la familia que no sabía cómo quitársela de encima, porque gastaba muchísima electricidad y siempre fundía los plomos. Por entonces el tío Tolo tenía una heladera de madera en la que había que darle constantemente a la manivela después de meterle el hielo para sacar un helado duro como el pedernal, pero aun así era una fiesta. Por supuesto que ninguno de esos aparatos era eléctrico, y no había miedo de que cayeran en medio de una lluvia violenta.