Me lo contó mi amigo A. A. G. (Antonio Aranda García). Resulta que en los tiempos heroicos de nuestra niñez existía la asignatura de FEN (Formación del Espíritu Nacional). Para aprobarla era conveniente saber redactar, y también tenía su importancia hacer buena letra y no cometer faltas de ortografía. El espíritu nacional lo teníamos formado, porque todos habíamos nacido en la postguerra y no conocíamos otra cosa. Había por entonces un profesor de FEN que se llamaba M. M. (Melquiades Molino). Era un hombre enteco, cargado de hijos, de piel atezada y ojos letárgicos que siempre llevaba el mismo traje gris, la misma camisa amarillenta y la misma corbata, de tal modo que hasta parecía que dormía con lo puesto, o que si acaso se lo quitaba por las noches el traje echaría a andar de lo más tieso por el mundo, vigilando el sueño de sus discípulos por si las moscas. Los libros de la asignatura de FEN eran vistosos, de tapas duras, con ilustraciones de colores firmadas por Zabaleta, y con poemas famosos en el interior, poemas fascinantes, tanto que aún podría recitar alguno de memoria. Pues resulta que mi amigo me dijo que un día va don Melquiades y les pone en un examen una única pregunta: «La ley». Qué tema tan resbaladizo, parecía incluso que tuviera trampa, porque si vas y le dices que todos somos iguales ante la ley parece que estás dando por sentado que todos somos iguales, que por entonces era poco menos que una idea revolucionaria. Pero, la verdad ante todo, había que arriesgarse. Mi amigo escribe, con mentalidad y caligrafía de escolar: «La ley es igual para todos, tanto soy yo, como un tonto, como usted».
Me va a poner un diez, pensaba mi amigo. He dicho la verdad, por peliagudo que fuera el asunto, y lo he ilustrado con ejemplos. He sido valiente y no he faltado a la integridad de un «Aprendiz de hombre», que era el título que por entonces tenía el libro de FEN. Era un libro muy bueno, había cuadros de Goya, poemas de Machado. Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de lluvia tras los cristales. He sido un hombre. Me va a poner un diez. Pero a la hora de la verdad don Melquiades se sube a la tarima, carraspea, con un fajo de hojas de examen en la mano, y empieza por el primero de la lista. Lee, a voz en cuello: «¡Antonio Aranda García, CERO!». Mi amigo se quedó de piedra. ¡Menuda injusticia! Solo más tarde se dio cuenta de que no había puesto comas: «Tanto soy yo como un tonto como usted».