Superado el temor a la inestabilidad del país vecino en cuestiones de seguridad, asumido el temerario lema de «no tienen por qué condicionar nuestra forma de vida» o el más osado y grandilocuente del «no nos pondrán de rodillas», y con infinitas ganas de perder de vista el sainete político español, tomamos el vuelo a París-Orly, donde la placidez del tiempo y una soberbia lectura («Sofía o el origen de todas las cosas» del escritor sirio-alemán Rafik Schami, ya conocido y acreditado), disipan todas las dudas: estamos de viaje y vamos a intentar disfrutarlo. No se ven patrullas policiales ni controles extraordinarios en el aeropuerto de Orly aunque, sincerely, no podemos evitar miradas oblicuas a según qué indumentarias…
Salimos en tren de la estación de Bercy con destino a Auxerre, la capital de la Borgoña norte, ciudad provinciana con un precioso perfil (presidido por la imponente catedral de Saint Etienne) desde el río Yonne y la Torre del Reloj como principales (y únicas) atracciones urbanas de una ciudad que fue etapa clave en la vía romana que cruzaba la Galia, y que en los fines de semana (precisamente cuando llega la expedición menorquina: dos aguerridas hermanas mañas y dos viejos amigos reconvertidos en inocuos y resignados cuñados), se convierte en un decorado fantasmal, ¡vaya con el descanso dominical, cuán a pecho se lo toman los franceses! Nos cuesta Dios y ayuda poder cenar dignamente en la noche sabatina, con más de la mitad de los restaurantes cerrados y la otra mitad con sus fastuosos e insobornables horarios que como te despistes mínimamente te dejan compuesto y sin cena.
Quien más quien menos se comparó a esos desdichados turistas ingleses con sandalias y calcetines blancos que pasean por un desolado Mahón en domingo inclemente de otoño cuando, según Verlaine/TomeuGili, les sanglots longs des violons d'automne blessent mon coêur d'une langueur monotone (los largos sollozos de los violines de otoño, hieren mi corazón de una extraña congoja sin fin)… Menos mal que en el domingo en el muelle del Yonne sí pude dar cuenta de mi primer déjeneur típicamente francés, una imponente y sabrosa andouillette (una especie de embutido repleto de aromáticos intestinos, cuya ingesta me granjeó ostentosos gestos de repugnancia, asumidos a modo de inventario por quien acostumbra a probar todas las especialidades de un país, a excepción de escarabajos y cucarachas).
Cerca de Auxerre, es imprescindible una visita a Chablis, emporio de los patés (Charcutería de Monsieur Marc Collin, una tentación irresistible), y sobre todo del vino blanco del que se ofrecen (en Chez Defaix, por ejemplo) unas singulares catas en las que uno intenta poner cara de entendido, convencido por otra parte de que tus comentarios te dejan en evidencia ante la apabullante sapiencia de los nativos. A los convencidos de que el vino blanco debe ser siempre joven se le caerán los anillos al degustar magníficos blancos de viejas reservas, llenos de matices.
Nos dirigimos a Vezelay, cuya basílica se impone sobre el horizonte. Se trata de la iglesia románica más grande de Francia y su interior es un prodigio de monumentalidad. Aquí empieza la Vía Lemovicensis que lleva a Santiago de Compostela, ruta jacobea nacida en el siglo XII. La empinada cuesta que lleva a la basílica es una calle deliciosa repleta de pequeños comercios e interesantes, aunque diminutas, librerías… Cerca de Vezelay no hay que perderse una visita a un pueblecito medieval amurallado y rodeado de bosques, Noyers sur Serein, cuyos edificios de madera están coronados con unos techos escamosos y constituyen, con sus calles con arcadas que cobijan comercios de artesanía, un bello modelo de arquitectura borgoñona. La villa nos recibe con tal calma chicha que nos llegamos a preguntar si está habitada o estamos en otra ciudad fantasma o si está todo el mundo amedrentado por los últimos sucesos. Superada la perplejidad, vuelve a invadirnos esa impagable sensación de paz, increíble al venir del agobiante agosto menorquín, la alucinante posibilidad de practicar un turismo, no sin turistas como dice Gabilondo, sino la más peculiar de deambular sin nativos del lugar. Ya que en Menorca repensamos tanto, quizá podríamos considerar la posibilidad de irnos todos de la Isla durante la quincena central (excepto camareros, cocineros, taxistas, socorristas y artistas plásticos).