Cuando 2016 da sus últimos coletazos, uno se pregunta qué ha pasado realmente importante tras la avalancha torrencial de los acontecimientos vividos. Podemos entretenernos en clasificar y distinguir entre los hechos que saldrán en los futuros libros de historia, las nimiedades que se lleva el viento o aquellos sucesos personales significativos cuya importancia depende básicamente de nosotros. No resulta fácil separar el trigo de la paja en este batiburrillo informativo. Demasiada información sobrecalienta las neuronas y nos confunde. Por eso, no podemos evitar hacer constantes valoraciones, poner las cosas por orden de importancia, elegir a cada paso que damos. De ahí que la configuración del mundo varíe según cada persona y sea única e irrepetible. Nuestro universo empieza por lo más próximo y se difumina a medida que se aleja del círculo íntimo que nos conoce, acepta y acoge. Esto no quiere decir que lo lejano no nos acabe afectando. Europa se siente amenazada y Trump es el último descubrimiento de América.
El tacto es anterior a los sentidos más distantes. Una caricia, un beso, un abrazo… son la antesala de la belleza o la palabra. Lo que ocupa la atención de los medios de comunicación de masas no suele ser lo fundamental. Hay que leer entre líneas y descartar mucho. Lo sensacionalista está demasiado alejado del centro de gravedad: esa poderosa e invisible atracción mental que nos ayuda a poner los pies en el suelo.