Cada vez me decepciona más el fútbol. O tristemente me sorprende menos, no lo sé. Resulta lamentable como lo que debiera ser una simple práctica deportiva se ha convertido en un antídoto para listos, una droga que atonta y un veneno que vuelve salvajes y primarios a un buen puñado de aficionados. El fútbol profesional, en su esencia romántica por el hecho de enfrentar a 11 contra 11 en una pugna de 90 minutos, se ha convertido en cualquier cosa menos lo que era. Ya ni es deporte.
Hubo un momento en nuestra evolución en el que alguien se dio cuenta de que pegarle patadas al balón podía convertirse en un negocio multimillonario sin importar el coste moral que ello suponía. Se cuantificó el precio de los futbolistas de forma millonaria y cada vez creciendo más y más hasta olvidarse de que detrás de la sonrisa y el peinado había personas. Yo no me creo que un futbolista valga 100 millones de euros. Si alguien cree que su vida cuesta ese dinero se está subestimando. Cada vida cuesta mucho más, infinitamente más, para ser exactos.
El enfrentamiento entre dos equipos se fue prostituyendo hasta el punto de que en según qué competiciones los resultados están amañados. Y no solo eso. Hay apuestas que dicen cuántos lanzamientos de esquina se van a dar en la primera parte. Hay jugadores que se encargan de las estrambóticas cifras salgan.
Hay actores que han intervenido en esta degradación de lo esencial. Desde agentes cuyos antepasados debieron ser piratas, hasta aficionados que o acaban de salir de la cueva o siguen viviendo en ella. Luego están los propios deportistas cuyas actuaciones facilitan que pase según qué, que se diga según cómo. Fulanos endiosados –no todos- que es cierto que para llegar donde lo han hecho han tenido que trabajar duro (más de los que la gente se piensa) y hacer muchos sacrificios.
Y luego la prensa deportiva, que merece un párrafo aparte. Que alimenta el odio dando prioridad a cualquier cosa menos a lo concierne a lo deportivo. Un enfoque muchas veces visceral que adultera la realidad manipulando a los que se dejan porque no ven más allá de un escudo, de unos colores o de una política. A mí no me gusta este fútbol, lo detesto. Me alegra que mi equipo gane pero no si con ello el que pierde es la esencia del propio deporte porque al final, la que de verdad pierde, es la propia sociedad y el ser humano.