Promiscuos, muy dados a las relaciones extraconyugales y, como consecuencia, tejedores de una red numerosa de hijos bastardos distribuidos por la geografía española y europea. Así han sido los reyes de la dinastía de los borbones, desde Felipe V de Anjou hasta Juan Carlos I.
Esa condición ha sido suficientemente reseñada por historiadores múltiples que han definido a esta estirpe de origen francés como personas pasionales y sensuales, tanto ellas como ellos, y éstos, especialmente atraídos por las divas de la escena.
Para no irnos muy lejos en el tiempo, le ocurrió a Alfonso XII con Elena Sanz, afamada cantante de ópera, a su hijo, Alfonso XIII, con Celia Gámez, entre otras, y ahora ya ha trascendido el secreto a voces que supuso la relación de Juan Carlos I con la vedette, Bárbara Rey, que en los 70 y los 80 era una de las mujeres más deseadas de España.
Al rey emérito le han puesto patas arriba su plácida jubilación a partir de las revelaciones de sus juegos de cama con la ex del domador, que probablemente, abrirán la espoleta para que le aparezcan tantas amantes como animales habrá cazado a lo largo de su vida.
De su atracción por las bellas mujeres para satisfacer sus instintos depredadores independientemente del estado civil, él responderá ante quien deba hacerlo. Sin embargo, su vida licenciosa alcanza otra dimensión lamentable si ésta ha supuesto un desembolso generoso que ha salido de los fondos reservados del Estado, como han denunciado algunos medios de comunicación, para mantener calladas a sus aventuras extramatrimoniales.
Personaje fundamental en la transición española para desmontar el franquismo desde las propias leyes del Movimiento junto a Suárez y Fernández Miranda, Juan Carlos I ha liderado la monarquía parlamentaria durante 40 años con el acierto que refleja la madurez de nuestra democracia. Que ahora su nombre sea alimento de la telebasura es ruin aunque él sea el único responsable de la carnaza.