Voy a escribir cada artículo como si fuera el último. Intentaré expresar mis opiniones sin demasiado plomo en las muñecas, aunque les confieso que cada vez es más difícil. Vivimos en un país donde la libertad de expresión está en peligro, y en cambio la libertad de represión se extiende como un manto oscuro. Cada vez que me siento en el ordenador, de espaldas a la puerta de entrada, siento un escalofrío en la nuca y me imagino que en cualquier momento mi casa será asaltada por cuerpos de elite de la Policía al grito de «retire las manos del teclado muy despacio y póngalas detrás de la nuca», perdón, veo demasiadas series de televisión.
Y no es que tema el asalto por haberme casado con una infanta, autodenominarme «el duque en-Palma-do» y haber tenido unos cuantos chanchullos legales, porque eso nunca lo he hecho, y de haberlo hecho ahora estaría en Ginebra paseando al perro. O porque Hacienda me busque en mi humilde morada por haberme llevado fraudulentamente dinero al extranjero, porque tampoco lo he hecho. Ni tan quiera espero que vengan con una foto de mi coche aparcado en zona azul sin tique, porque, aunque ganas no me han faltado, es algo que tampoco he hecho. Tampoco pertenezco a ningún grupo radical que ejerce la violencia, para un miope como yo que lleva unas gafas que cuestan una pasta porque necesita cristales muy gordos para no comerse las farolas, la violencia nunca ha sido una opción. El tema es más serio que todo eso, temo que algún día vengan a por mí porque tengo cuenta en Twitter, ya lo he dicho.
Sí, queridos lectores, tener una cuenta en la red social del pajarito se ha convertido en un deporte de alto riesgo. Y eso que en mi cuenta me dedico a colgar los artículos, alguna foto de nuestra bella Menorca y poco más. Porque si usas Twitter para contar chistes vas a durar en libertad menos que un programa sobre libros en Telecinco.
Raperos, titiriteros, humoristas, tuiteros, se han convertido en el objetivo prioritario de un parte del poder que no soporta que les soplen a la oreja. La sátira y el humor se han convertido en una peligrosa amenaza para los que mueven los hilos y están en una cruzada sin cuartel para acabar con ella. Tendremos que volver a escribir con seudónimos como el articulista Larra cuando firmaba como «el pobrecito hablador» para burlar censuras, pero el gran Larra escribía a principios del siglo XIX, es para hacérnoslo mirar.
Sostiene mi amigo Josep que la tramontana forja carácter, y que al igual que los bosques de ullastres se han adaptado al viento para no tumbar, muchas personas tienen cierto miedo a manifestar públicamente lo que piensan, porque al que se destaca públicamente corre el riesgo de que lo tumben.
Están ustedes leyendo el diario MENORCA, no las revistas satíricas «Mongolia» o «El jueves», y los que en él escribimos nos debemos a un libro de estilo que marca unos límites en el lenguaje, pero les aseguro que siempre han respetado mi derecho a réplica. Nunca me han obligado a retorcer la esencia de mi mensaje, digamos que no he sufrido, de momento, lo que mi amigo Josep llama el azote del espíritu de la tramontana.
Mientras «Es Diari» me siga dando la oportunidad y ustedes sigan ahí compartiendo el momento, aguantaremos el tirón. Ojalá que el escalofrío que siento en mi nuca sea porque se cuela el viento debajo de la puerta de entrada. Y como mi casa está orientada al sur estaré tranquilo porque no será la tramontana. Feliz, y libre, jueves.