Lucía empezó el instituto en septiembre de 2015. Tenía doce años. Durante los siguientes nueve meses, sufrió acoso constante por parte de dos chicos. La zarandeaban a diario en el autobús que la llevaba al centro. Le decían que era gorda, fea y que daba asco. Le clavaban lápices. Nadie quería sentarse con ella en el autobús. Los agresores movilizaron a otros compañeros para que se sumaran a los insultos, los golpes y el desprecio. Cuando Lucía volvía a casa, se desahogaba escribiendo en su diario. «Hoy ha sido un día de mierda, estoy mal. Solo lloraré hasta dormirme». «Al salir del recreo me he vuelto a quedar sola. A la hora de mates, en clase, me han entrado unas ganas tremendas de llorar, se me caían las lágrimas pero nadie se dio cuenta, como siempre. Hay veces que solo quisiera encerrarme en una bola y no salir nunca». Lucía no podía más y habló con sus padres. El centro escolar decidió expulsar a los chavales de forma temporal. A uno, cinco días. Al otro, tan solo uno. No se podía hacer nada más porque los menores tenían trece años y no tenían responsabilidad penal. Tras insistir mucho ante la Consejería de Educación de Murcia, los padres consiguieron que la joven cambiara de instituto a pesar de que solo faltaban veinte días para el final del curso. Sin embargo, pese a iniciar terapia con una psicóloga, las heridas eran muy profundas. Dos días antes de que terminara 2016 Lucía escribió una carta en la que recordaba que en el instituto estaba sola y que los compañeros solo le hablaban para insultarla. Empezó a odiarse a sí misma. Se sentía culpable de la terrible situación que estaba viviendo. El día 10 de enero de 2017 la madre de Lucía se levantó de la siesta. Fue al cuarto de su hija. No se oía nada. Estaba tendida sobre la cama. Se había ahorcado con una correa atada a la litera. Había escrito una nota de suicidio. «Os habéis librado de mí. Feliz Navidad».
El acoso escolar constituye, sin duda, uno de los más graves problemas que existen en los colegios. Según un estudio efectuado por Save the Children, uno de cada diez alumnos ha sufrido acoso escolar. Un tercio de los jóvenes reconoce haber agredido físicamente a otro compañero en los últimos dos meses y la mitad admite haber insultado. Durante el año 2015 la Fundación ANAR atendió 25.000 consultas relacionadas con este problema lo que supone un aumento del 75% respecto del año anterior. Se estima que siete de cada diez víctimas sufren acoso a diario y el 40% desde hace más de un año. Aunque la mayor parte de los agresores tienen entre once y trece años, se están empezando a dar situaciones de acoso con niños a partir de los siete años. Diversos estudios afirman que, al menos, un 30% de los niños no se lo cuenta a sus padres y un 10 % de las víctimas no se lo cuenta a nadie. La situación de acoso produce graves consecuencias para la víctima. Aumento de la ansiedad y tristeza. Sentirse aislado. Pensar que no hay ninguna persona que pueda ayudarle. Pérdida de la autoestima. Dificultades para relacionarse con los padres y el resto de compañeros. Bajada del rendimiento escolar y, en muchos casos, abandono de los estudios. Desgraciadamente, en muchos casos, el acoso escolar conduce al menor a una situación límite, sin salida, que le empuja hacia el suicidio.
¿Qué lleva a un joven a acosar a otro en el colegio? ¿Por qué un chico decide golpear a otro en el patio? ¿Qué piensa un joven cuando coge un móvil y se pone a grabar a un compañero al que están insultando? ¿Por qué siempre hay un grupo de jóvenes dispuestos a sumarse al desprecio a un compañero? ¿Y por qué siempre hay chicos o chicas que miran hacia otro lado y piensan que el problema no va con ellos? El acoso escolar constituye una forma gravísima de violencia. Es una forma de destruir la confianza del niño en sus compañeros. Supone la perversión de la inocencia que debe acompañar a toda juventud para internarse en el descarnado mundo del desprecio. No son pocas las familias que viven sumidas en la desgracia y el dolor por culpa de cuatro chavales que pensaban que todo era una broma.
La sociedad debe reflexionar cada vez que un niño insulta, golpea o maltrata a un compañero de clase. Resulta más fácil pensar que es un juego de niños y que todo terminará en la escuela. Sin embargo, ¿qué pensaríamos si el joven que menosprecia a sus compañeros se convierte en una persona que intenta dominar a su pareja a través de la violencia? ¿Qué ocurrirá cuando la única persona que puede salvarte la vida es aquel joven al que maltrataste en el colegio? Quizá sea el momento de recordar las palabras de Dan Pearce: «La gente que se ama a sí misma no hace daño a otra gente. Cuanto más nos odiamos a nosotros mismos, más queremos que otros sufran».