Me llega la noticia de que ha muerto Antoni Orell Calafat, que fue alcalde de Ciutadella de Menorca durante los primeros años ochenta. La noticia me sorprende, porque aunque todos sabemos que la muerte nos aguarda al final del camino, parece que no llegamos nunca a creérnoslo, como si hubiéramos de quedar para simiente de rábanos. La gente suele decir, cuando muere un personaje popular, ai, no li treu gens, ser mort! No parecía que hubiera de morir, la muerte no le sienta nada bien, lo contrario de la novela de Francisco José Alcántara, premio Nadal de 1954, que se titula «La muerte le sienta bien a Villalobos». Antoni Orell era un hombre tan fiel a sus ideas y sin embargo tan respetuoso con todos que parecía que nunca hubiera de morir. La primera vez que lo vi acababa de cortarse el pelo en la misma barbería a la que acudía yo, un local antiguo, que había pasado de padres a hijos y sin embargo aún tenía la misma radio sobre un anaquel dejando oír las mismas canciones rancheras de tiempos inmemoriales. Creo que fue entonces cuando me fijé en que para su edad tenía mucho pelo, el mismo pelo que le acompañó hasta la tumba. Cuando fue alcalde me ayudó a publicar «La vall d'Adam», una novela perfectamente fantástica que luego Bruce Laurie quiso traducir al inglés. Fue por entonces que Joan López me dijo que el apellido Orell se relacionaba con el oro, como también se relaciona el pez que llaman dorada, que en dialecto conocemos como orada. López se echó a reír ante mi ignorancia: «¿Qué te creías –me dijo-, que Orell era el masculino de oreja?». Luego vi tantas veces a Orell encabezando procesiones religiosas y comulgando fervorosamente en misas de difuntos que me di cuenta de que era un socialista muy peculiar, un hombre de profundos sentimientos católicos decidido a practicar la justicia de su corazón con todos sus conciudadanos. Tengo apuntada por ahí una frase suya que resume su pensamiento: «Venim en aquest món per ajudar als que més ho necessiten». Creo que no precisa traducción.
La muerte ya no es lo que era, aunque no sé si en Sant Lluís, donde ha muerto Antoni Orell, la muerte seguirá teniendo aquellos tintes entre trágicos y románticos que tenía antes, cuando los parientes acarreaban el ataúd sobre los hombros y los sacerdotes se ponían roquetes blancos sobre las sotanas negras y cantaban himnos fúnebres con voces graves, precedidos por un turiferario. Recemos, pues, por Antoni Orell: Requiem aeternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis.