El viajero no ha podido resistirse a la fuerte llamada de África y ha vuelto a sus añoradas sabanas de Kenya para sentir de nuevo ese duerme vela en una tienda de campaña en medio de Masai mara, donde el naturalista sabe que es un okupa en el hogar de los leones, leopardos, guepardos, ñus, elefantes o hienas que están en franca expansión y que durante la noche están muy activas, no como durante el día que sestean como abotargadas a la sombra de una vieja acacia o pegadas al tronco del árbol medio hueco que el día anterior derribó un elefante.
María no siente el miedo que da oír rugir a los leones a escasos metros donde yo no soy capaz de conciliar el sueño. Cualquier ruido, el de un impala que pasa, unos cuantos ñus, alguna jirafa o algún faco, ruidos que se me figuran el prolegómeno del zarpazo de un león de más de 200 kilos que puede desgarrar la lona de la tienda de campaña como si fuera papel para cenarse al atrevido matrimonio que va a estas cosas como si fuera ir al Parque Nacional de Doñana para fotografiar una pava (1) con su cervato. En el campamento El Candili nos recibieron formando en fila, muy al gusto colonial de los ingleses, dos camareros, dos guardianes nocturnos de la hoguera cuidando de que nunca le falten troncos para alimentarla. Mi añorado guía masai, que al vernos nos abrazamos efusivamente confiando nuestra integridad física a su sabiduría pues tocaba un safari andando, exactamente como en tiempos de la reina Victoria. Es el masai de años anteriores. Durante la comida de mediodía al aire libre, jamás pensé que se pudieran juntar tantas miles de moscas que hacía difícil llevarse nada a la boca que no fuera acompañado de una corte de estos insectos. Por la tarde empezamos el safari adentrándonos por un barranco y con una hierba que nos llegaba hasta la tripa del mismo color pajizo que el pelaje de los leones. Tanto que las tribus africanas la llaman hierba de león. Les puedo asegurar, porque he sido testigo de ello, que se puede pasar a menos de dos metros de una leona sin llegar ni a percibirla siquiera, por lo que a mí me pareció un riesgo que uno asume cuando va a estos sitios intentando evitar que en la cara se le note el acojonamiento que nos fustiga. Se levantó un faco bastante grande, los hay que superan los 120 kilos. Mi guía me informó que en sus madrigueras, pues viven bajo tierra, tienen la costumbre de estar aculados con la cara hacia la entrada. A la mínima que ven un intruso salen arrollando lo que haga falta, incluso animales que les doblan en peso.
A la caída de la tarde después del safari, que fue francamente bello si quitamos el tanto por ciento de locura que conlleva acciones de esta naturaleza, nos habían organizado en la misma zona que se rodó «Memorias de África», la escena de cuando Robert Redford y Meryl Streep tomaban una copa de vino después que él le hubiera lavado la cabeza. Cuatro lanzas masais sujetaban sendos fanales de petróleo formando como un cuadrilátero en torno a la mesa cuando un masai a la orden de quien dirige este campamento nos escanciaba una copa de vino; a María y a mí se nos caía la baba. Y allí estaban unos masais con sus lanzas y su manto rojo que sonreían cómplices de la escena. Lo bucólico del momento se me vino abajo como los palos de un sombrajo cuando la anfitriona nos anunciaba que muy cerquita, a escasos metros detrás de una matas, los leones hacía un par de horas que habían matado un búfalo. María, tan poco asustadiza, acertó a decirme: «sólo falta que me laves el pelo para que la escena resulte casi igual».
(1) En el argot de la montería española, se dice de la hembra del ciervo.