Mucha es la polvareda que levantó la exposición «Animal Collective», que terminó en enero de este año en el palacio municipal de Cibeles de Madrid. Por lo visto recogía algunas de las tendencias de vanguardia en el cómic y la ilustración europeos. Pero se alzaron muchas voces en contra de ella, pese a que a la entrada se avisaba de la dureza de las imágenes y de que no eran adecuadas para niños. Contenía, eso sí, dibujos de violaciones, escenas de sadomasoquismo, torturas mitológicas, imágenes irreverentes, todo servido en forma de viñetas, pósters, esculturas y vídeos. Ya sé que agua pasada no mueve molino, pero creo que acontecimientos como este dan la medida de cómo ha cambiado en muy pocos años la sociedad en que vivimos. Recuerdo que cuando era estudiante de sexto de Bachillerato un profesor religioso me rompió un librito del Museo del Prado, que había recogido para la asignatura de Historia del Arte, porque contenía cuadros de desnudos debidos a grandes maestros de la pintura. Más adelante supe que ese profesor se había salido de cura, se había casado y afiliado al Partido Comunista. Lo que da idea de que sí, que hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, como se decía en «La verbena de la Paloma», es una brutalidad, es una bestialidad.
Entonces teníamos un librito de Emilio Alonso Burgos, editado en Salamanca, que se titulaba «Cortesía juvenil». Decía que uno debía llevar corbata en público, y zapatos bien lustrados, que era muy feo meterse los dedos en la nariz, o presentarse fumando. Uno debía decir buenos días o buenas tardes tenga usted, y no debía uno querer salirse siempre con la suya, decir palabras ofensivas o pelearse por un quítame allá esas pajas. Al contrario, uno debía mostrarse tranquilo, reposado y sin nervios; hablar con la otra persona sin acercarse demasiado, sobre todo si se trataba de personas del sexo opuesto. Uno debía besar el anillo del obispo haciendo media genuflexión, si acaso se lo encontraba por la calle. El joven católico tenía que reservar parte de su presupuesto para ayudar a la Santa Madre Iglesia y para los gastos propios de sus ministros. Desde luego uno no debía en ningún caso gastárselo en espectáculos poco edificantes, por muy vanguardistas que fueran, y en las playas los hombres debían llevar su buen Meyba de tres palmos y las mujeres traje de una sola pieza, y no valía lo que le dijo al policía municipal cierta turista, aquello tan sabido de cuál de las dos prefería que se quitara.