Conozco de algún nota que asegura que para él la felicidad la encontró siempre debajo de una falda; otros la buscan en una botella; los hay que se quedan bocadabais viendo desde el castillo de san Nicolás las montañas de la tramontana mallorquina. Tengo un amigo bibliógrafo hasta la médula al que de tarde en vez se le caen hasta las lágrimas de felicidad si rebuscando en una librería de viejo se topa con un raro ejemplar descatalogado sobre caza o sobre los antiguos reyes, entre los diversos reyes españoles. Lo último que ha encontrado de una cortísima edición príncipe sobre reyes, ha sido la vida y la muerte del rey Favila o Fafila, aquel desventurado hijo del rey Pelayo, que tiene dos estatuas en Asturias, una en Covadonga y la otra en Cangas de Onís, frente a la iglesia tan asturiana ella en su estilo que no se me alcanza porque no la llaman «la asturiana». El caso es que el rey Favila, primogénito de Don Pelayo (739), lo mató un oso en una aciaga acción de caza, en la aldea de Llueves, muy cerquita de Cangas de Onís. De resultas de aquello, parece ser que para celebrar no sé qué republicano, sacan todos los años en romería un oso de peluche de tamaño natural. Una cruz grabada sobre una roca indica el lugar exacto donde el oso antimonárquico despedazó al primogénito de D. Pelayo. La retranca de las buenas gentes del Principado dicen cuando la cosa corre prisa: «¡espabila Favila que viene el oso!».
Pues nada, mi amigo el bibliógrafo es más feliz que un marrano en un charco, cuando da con lo que él muy convencido de lo que dice, me dice que ha dado con un tesoro, que siempre es un libro. Como hay gente pa to, que decía Juan Belmonte, me llevo muy bien con una dama que ya no cumple los 70, que se le cae la baba escuchando a Pavarotti. El tenor que gloria haya no, no, no, su Pavarotti es un perdigot, un pájaro perdiz para que se me entienda, que una vez en el campo, puesto en el mampostero betlem o cantadero, se arranca tan bravucón desafiando al campo que rápido acuden otros machos a revienta calderas, y allí en el tollo la cazadora de perdigots literalmente cayéndosele la baba. En ocasiones me ha confesado que no suelta una perdigonada al recién llegado por su bravo desafío con su Pavarotti que le hace merecedor de ser indultado. Yo creo que lo que le pasa es que escuchando el dúo se le va el santo al cielo, y para cuando se quiere dar cuenta, la perdiz campesina ha tomado las de Villadiego.
Tengo un buen entenderse con un payés de Asturias, lo suyo son las vacas; le salieron los dientes como quien dice acompañando al abuelo o al padre, que también eran ganaderos. Algunas mañanas me dice que ha disfrutado lo indecible si acierta con la honda a dejarle una pedrada a un lobo detrás de las orejas que anduviera husmeando sus terneros. Cuando me cuenta eso, acaba por tener que aguantarse la barriga de la risa que le da. Eso de descalabrar lobos es para verlo y para cuando el canis lupus sale arreando con el jopo entre las piernas, mi amigo el payés asturiano le grita: «¡sí! anda corre, que ya te pillaré ya, y a la próxima no te valdrá, te voy a soltar una perdigonada gandul, más que gandul, come hierba como los conejos que la carne de ternera ya te la voy a poner cara» y le da la risa de sus propias ocurrencias.