De una en una, de dos en dos y ahora, de cinco en cinco, las fincas menorquinas se venden a quien puede comprarlas. No es la política sino la ley de libre mercado la que determina la fiebre de actividad en inmobiliarias y notarías y el progresivo cambio de manos de la propiedad de la tierra, término conceptual que ha sido el motor de muchas de las revoluciones narradas en los libros de historia.
La estructura de la propiedad en Menorca es peculiar, derivada de la conquista de hace siete siglos por aquel rey que llamaron el liberal, la había concentrado en pocas manos y ha sido transmitida en familia durante generaciones. Y es peculiar también el sistema de aparcería como modelo de explotación a través de la figura de la Sociedad Rural Menorquina con unas condiciones difícilmente comprensibles y mucho menos asumibles en pleno siglo XXI.
La consecuencia es una actividad agraria que va a menos, cada vez hay más llocs que no se trabajan y parcelas que, a falta de reja, van poblando el paisaje de arbustos y azabaches para gloria de excursionistas pseudoecologistas e incautos que confunden el verde con la prosperidad y el auténtico encanto.
El mapa de la propiedad de la tierra ha sufrido en la Isla más cambios que el de la URSS postcomunista. En sí mismo no es malo, si sirve para mejorar el aprovechamiento rural con nuevas fórmulas de explotación, producciones alternativas o iniciativas que aseguren la continuidad de las explotaciones, clave de la fisonomía y de la esencia misma de esta tierra. Y si sirve para oxigenar los entumecidos títulos de propiedad.
Este fenómeno obliga a mirar el antecedente de Mallorca, cada vez más alemana, y valorar si la política proteccionista sin alternativa, lejos de socializar la tierra, la ha encarecido y hoy es coto para ricos. Quizá sea este es el cambio real de futuro que estamos viviendo.